miércoles, 16 de junio de 2010

110 La religión del fútbol

110 “LA CHISPA” (9 de mayo 2004)

Lema: “En la indolencia cívica del ciudadano, se fundamentan los abusos del Poder”

LA RELIGIÓN DEL FÚTBOL

     Dicen los escépticos que las religiones fueron inventadas por aquellos que querían dominar a las masas. Lo mismo la política y otras actividades de multitudes. También se dice lo mismo de los deportes, desde que se iniciaron las olimpiadas en el año primero de la cronología helena. Es probable que ese haya sido el motivo inicial, ¿quién podría saberlo? Pero cualquiera que haya sido la intención primaria, este credo-pasión alcanzó independencia y su propia dinámica que ya está por encima de cualquier voluntad política. El espíritu olímpico es universal, y muchos de los deportes que este cobija han alcanzado por sí solos, la categoría de religiones aparte de la matriz que les dio origen. El fútbol es uno de ellos. Es la religión más poderosa, violenta, rica, pasional y absorbente; adora a sus dioses hasta el delirio, también los mata y abandona, cuando estos no están a la altura de la fe del creyente. El fútbol es un credo politeísta que cuenta con infinidad de Mecas y Vaticanos en toda la geografía mundial. Allí están las catedrales de Maracaná y San Siro, Wembley y la Bombonera; el Nou Camp y el Azteca, en donde cada domingo se les rinde la más absoluta pleitesía a los dioses que forman esa elite de los consagrados, que viven en el Olimpo de la pasión futbolera. En ninguna iglesia se sufre o se goza tanto como en un estadio; la alegría de la victoria equivale a entrar mil veces en cualquier cielo; y el dolor de la derrota en las gradas y la cancha, no tiene comparación con ningún infierno. ¿Recuerdan el dramático cuadro de amargura que presentaba un niño solitario cuando el Chelsea fue eliminado por el Mónaco? Estaba solito, con la mirada borrosa de lágrimas. No hay manera de reseñar su infinita desolación y desconcierto. Su carita presa de una pena indescriptible, invitaba a llorar con él; a llorar por su dolor; a llorar por su llanto. El rostro de este niño, es la estampa viva y más pura del dolor de los feligreses del fútbol. Sin embargo, sin importar lo que pasó en el juego anterior o la semana pasada, día a día, los creyentes en esta religión se aprestan al martirio dominical con un fervor tan grande, que ni los santos más gloriosos alcanzaron en sus momentos de máximo delirio místico. Las romerías hacia estos centros de glorificación o dolor son únicas; allí van los romeros con sus banderas, pintados con los colores de su equipo, y el alma henchida de esperanza. Esperan el milagro cotidiano que sus dioses tienen que hacerles. “Saprissista hasta la muerte”. “Manudo hasta los infiernos”, “Florense hasta que el sol se apague”. Ningún dios, santo o virgen despiertan tanto fervor como los de esta religión. Y ningún credo es capaz de producir tanto dolor y alegría al mismo tiempo. Tampoco existe religión alguna en la que los dioses y santos sean tan vilipendiados o alabados en cuestión de momentos. En noventa minutos se decide la vida o la muerte; la dicha infinita o el dolor más amargo. Si mi equipo gana, es la “carga”, lo máximo, los dioses, los consagrados; y si pierde, se convierten en once “perras inútiles” que no sirven para nada... Y ni qué decir del hijueputa entrenador que de fútbol sabe más mi suegra. Pero ese odio es temporal, producto de esa misma abrasadora pasión de la misa dominical. La próxima semana será otra cosa, y los mismos once malditos, si ganan, serán restituidos a su pedestal y de nuevo, venerados como dioses.
      Es una religión universal, ecuménica y todopoderosa. Tiene su Olimpo formado por los grandes dioses de valor eterno y mundial; dioses mayores como: Pelé, Maradona, DiEstéfano, Garrincha, van Basten, Pedernera, Stábile... también tiene su gavilla casi infinita de dioses menores y locales, a los que se rinde culto en cada país, región, pueblo o aldea. Algo así como los santos de la iglesia. Y cada país aporta, de vez en cuando, algún nuevo miembro a esa cúpula de los consagrados; pero estos postulantes tienen que pasar por el más severo escrutinio que no es igualado ni siquiera por el de la iglesia católica. No es cualquiera el que allí se cuela. Es algo así como la canonización. Y el principal cuello de botella para lograrlo, es haber pasado por uno, dos o más mundiales: la Epifanía del fútbol, la consagración, la apoteosis de los héroes del balompié planetario.
En ninguna iglesia hay tanto fervor, fe, dolor y esperanza, como la que ahoga a miles de corazones devotos del fútbol cuando juega su equipo. En ninguna parte se odia tanto al enemigo como en la cancha del equipo local. El conjunto contrario está formado por demonios que son más aborrecidos que los diablos de las religiones. Ningún Satán bíblico merece tanto repudio como aquellos delanteros que le hacen un gol al equipo de casa. Y peor aún si algún día fue local y ahora en un Judas que juega con el enemigo. Como el caso de Figo y el Barcelona. No hay deidad a la que se le implore con tanta vehemencia como la que ponemos cuando nuestros delanteros “llegan a los linderos del área” a punto de anotar. Toda el alma se nos va en esos vitales momentos cuando, involuntariamente, nos revolvemos en nuestros asientos tratando de “hacer” el gol. En el fútbol tenemos experiencias célicas e infernales en cuestión de noventa minutos. Si perdemos, odiamos a más no poder al equipo contrario y al árbitro; y si vencemos, amamos hasta el delirio a nuestros dioses uniformados y con tacos.
     El fútbol es la religión mejor y más bella, comprensible y extendida que hay. Ella nos proporciona la felicidad más grande que se pueda imaginar. Nos hace fraternales y amigos íntimos de cualquier desconocido que ande con la misma bandera y colores de mi equipo; ese es mi hermano, y ningún pastor o sacerdote tiene que decirme que lo ame; es mi hermano de alegría o de dolor, él me comprende y también siente como yo, el fervor y la pasión de mis colores. Cada miércoles o cada domingo, esta religión nos lleva al cielo en vida, y también nos refunde en el infierno del dolor; pero nos hace sentir que estamos vivos. Tampoco tenemos que esperar la muerte para ver a nuestros dioses o demonios pues ellos están allí, al alcance de nuestra vista; de nuestros vivas e insultos, e incluso de nuestras manos; los tocarlos y estamos en plena comunión con ellos cuando “saltan al terreno de juego”. Podemos alabarlos cara a cara y amarlos; también podemos insultarlos y pedirles perdón. Ellos lo saben y por eso nos disculpan nuestra falta de mesura y exabruptos. La pasión del fútbol es aterradora y sublime; no conoce límites ni medida.
En esta religión el único pecado es perder el juego. Y no existe el castigo eterno por maldecir a nuestros dioses, insultarlos y odiarlos por una semana. En esta religión no es pecado odiar al enemigo, y sus ofensas (habernos ganado) no merecen perdón alguno. En esta religión todos somos sacerdotes, iniciados e iniciadores. Aquí todos oficiamos los servicios sagrados que, semana a semana, en las iglesias del fútbol, ofrendamos a nuestros santos locales. ¡Benditos sean ellos por darnos el fútbol! Para dolor o delirio, pero siempre lleno de una pasión que arrebata nuestros sentidos y nos lleva, por noventa minutos, al cielo de los dioses.
Si le gustó esta “Chispa”, usted es un buen creyente.

Futboleramente
RIS

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