954 “LA CHISPA” Lema:
“En la indolencia cívica del ciudadano, se fundamentan los abusos del Poder”
TODOS
SOMOS CREYENTES… EN CIERTA FORMA
Cuando decimos que no creemos en
algo, ya estamos admitiendo la posibilidad de la existencia de ese ente acerca del cual estamos haciendo una
negación. Ocuparnos de algo, aunque solo
sea para negarlo es, en cierta forma, aceptar su presencia. Al menos, subjetiva, ya que lo hemos elevado
a la categoría de tema de discusión. Y si
hacemos extensiva esta conducta hacia la generalidad de los asuntos que nos
ocupan, nos damos cuenta de que somos fervorosos creyentes en cientos de
cuestiones cuya probabilidad de realización es ínfima; pero seguimos
creyendo. Creemos que nos quieren, que
somos inteligentes, guapos, indispensables, buenos, sensatos, correctos y que,
este domingo, sí nos vamos a ganar la lotería.
Si observamos bien, sin apasionamiento ni contumacia, nos daremos cuenta
de cuál es la naturaleza de la substancia con la cual vamos construyendo
nuestras vidas día a día. Casi todo el
material que utilizamos se fundamenta en CREENCIAS. Solo piensen un poco, y verán la
realidad. Todos nuestros planes se
afincan en suposiciones, teorías, cálculos, corazonadas
y todo tipo de elementos que muy poco tienen que ver con la razón o los
hechos. Básicamente son creencias, no
importa el color con el cual queramos matizarlas.
Analicen cualquier programa o
proyecto que tengan, y verán que está basado en creencias (no necesariamente
religiosas) más o menos posibles; porque de no ser así, estaríamos hablando de
certeza; y todos sabemos muy bien que tal cosa no existe. Todo son suposiciones. Nadie tiene la seguridad de estar loco o
cuerdo, y todas las posiciones son relativas.
Únicamente en el fanatismo se encuentran los estados de certeza, en
donde el individuo está más allá de la razón, y toda forma de entendimiento le
ha sido velada. Esto suele ocurrir,
principalmente, en las religiones; también se produce en los deportes, política
y algunos campos más. También se da en
el materialismo cuando este es absoluto y niega todo aquello que no sea la
materia. Solo esta gente tiene certidumbre
de su mundo; los demás son “creyentes”.
Tanto el ateo como el creyente son creyentes; el uno cree en Dios o
algún tipo de dios, y el otro CREE
que estos no existen, y CREE que
basta su negación para que su sistema de creencias permanezca inmutable; es
más, traslada la obligación de la prueba al creyente. Así que se desentiende de la discusión y
supone que NO está obligado a demostrar que Dios o los dioses no existen. De hecho, la negativa de los ateos se ha
sustentado, tradicionalmente, en la falta de pruebas que tienen aquellos para
demostrar la existencia de dios y el mundo espiritual; y con eso se han dado
por satisfechos. Y los menos cultos
entre ellos, exigen pruebas materiales de la presencia de seres
superiores. Personas sin atributos de
ninguna clase, suponen (creen) que son merecedores de que Dios se les aparezca
y les haga algún tipo de milagro que demuestre su existencia. Exigen una demostración física de la Deidad,
o por lo menos, del mundo espiritual. O
de un muerto cualquiera. Sin embargo, no
sería aceptable que un incrédulo gozara de un privilegio que no han tenido
grandes varones cuya santidad está más allá de toda duda. Según la Biblia, ni Abraham, Jacob o Moisés
pudieron ver a Yavé (el dios judío); sin embargo, una mujer que NO era judía y ni siquiera creía en él (Rebeca),
recibió, personalmente, todo tipo de asesoramiento de ese dios para beneficiar
a su hijo Jacob en perjuicio de Esaú. ¿Qué justicia habría en que un incrédulo
viera a Dios, solo para satisfacer su curiosidad, mientras que millones de
sinceros creyentes que adoran a sus elusivas deidades, no las vieran
jamás?
Cuando los no creyentes piden ese
beneficio, están admitiendo la creencia en una posibilidad que, en caso de
darse, es probable no sabrían qué hacer o pensar a partir de ahí. Vean que ni siquiera la muerte es una
certeza, pues solo sabemos que el cuerpo deja de funcionar y se descompone en
sus elementos. Y aquí, tanto el feligrés
como el ateo, continúan siendo creyentes.
El religioso cree que puede ir al cielo, después de su paso por el purgatorio. O en el peor de los casos, que podría ir al
Infierno. Por su parte, el ateo CREE, porque NO SABE, que todo termina en este punto. De ahí su urgencia de
pruebas y su miedo. Miedo a la muerte, y miedo a admitir que tiene miedo. Y es ante este suceso en donde el ateo y el
religioso se funden en uno: ambos son personajes fanáticos cuyo único credo se
limita a un espacio en donde no cabe la posibilidad de otra alternativa que no
sea la derivada de sus estrechos puntos de vista: afirmación a rajatabla o negación absoluta.
Pero hay un tercer grupo cuyo número
desconocemos: los que dudan. Los que razonan y no reclaman privilegios
especiales en la búsqueda de la Verdad, los que no se consideran seres
especiales dignos de que algún dios se les aparezca en persona para
convencerlos de que hay algo más que materia en el Universo. Podría decirse que son los que “juegan a la
segura”, pero desde un refugio intelectual abierto, amplio y capaz de considerar
más posibilidades que las derivadas de la estrechez de mente de los fanáticos. Son aquellos que observan todo lo que pueden
del universo y se toman la libertad de hacer proyecciones hasta el
infinito. Los que sospechan y suponen
que semejante esplendor NO puede ser
obra de la casualidad, sino el producto de leyes que se escapan a nuestra
imaginación, por más exaltada que esta sea.
Estos son los que NO creen que
Yavé hizo al Sol, la Luna y todas las estrellas para que sirvieran de adorno a
la Tierra. Estos NO SON ATEOS, puesto que no creer en
dioses tribales como el dios bíblico, no confiere esa condición.
Los que dudan, racionalmente, forman
la vanguardia intelectual de la humanidad, pero también son una clase muy
especial de creyentes, lo que nos lleva a la conclusión que es el título de
esta “Chispa”: todos somos
creyentes, cada uno a su manera. (¿Qué creen ustedes, que tengo la obligación de probarles
algo?)
Creyencerescamente
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