sábado, 30 de mayo de 2015

122 ¿Por qué creemos?



122    LA CHISPA          


Lema: “En la indolencia cívica del ciudadano, se fundamentan los abusos del Poder”.

¿POR QUÉ CREEMOS?

            Porque nos gusta.  Creer en Dios, Jesucristo, la virgen María, el Saprissa, el amor, el Papa, Krishnamurti o Sai Baba, son sensaciones agradables que nos placen; esa es la razón y origen de casi todas las creencias.  Y parece ser que cuanto mayor sea nuestra incapacidad para cambiar las cosas en el mundo real, mayor es nuestra tendencia a creer en fantasías fuera de la realidad cotidiana.  Si aquí no se puede hacer nada para mejorar la maldad del hombre, me queda el recurso infalible de Jesucristo y Dios en el cielo.  Allí todo será bueno por obra y gracia del Espíritu Santo, sin ningún esfuerzo de parte mía o de nadie.  Por lo tanto, se puede desechar la carne (la vida, el hombre) que es “pecadora por definición”, y concentrarnos en el más allá, en el reino celestial, a los pies del Señor.  Sin embargo, no nacemos con creencias de clase alguna, estas se van formando gracias a dos vertientes: al principio, lo que nos dice el núcleo social donde nacimos, y después, lo que nosotros vamos inventando para nuestra satisfacción.  Las creencias son un juego de placer, lo admitamos o no.  En el caso de buena parte de los religiosos, la convicción de que la humanidad es básicamente mala e incapaz de mejorar o purificarse, ha llevado al escapismo celestial y al menosprecio de la vida misma.  Mucha de esta gente suele CREER que la vida es una especie de castigo o tortura de debemos sobrellevar con el único fin de estar listos para la existencia después de la muerte, que bien puede ser en el cielo o en el infierno.  Para ellos la vida solo es un antro de purificación o perdición, al que llegamos solo a penar y pagar las culpas del “pecado original”.  La vida individual no cuenta.
            Creer es un juego de la mente, de la parte emocional de esta, la cual es la que, mediante sutiles engaños, nos conduce hacia todas las experiencias placenteras de la vida, aún a aquellas clasificadas como impúdicas o pecaminosas por la sociedad o las religiones.  El hombre es un hedonista natural, pero el efecto negativo de las prohibiciones establecidas por el grupo, es lo que lo lleva al conflicto y al deseo de escapar o refugiarse en un mundo de creencias donde pueda ser libre de todo; incluso de sí mismo.  Pero ingresar al cielo significa una renunciación a todo lo que somos, pues supone un cambio total de lo cada uno es.  Ese es el talón de Aquiles de todas las religiones: los hombres que “entrarán al cielo”, nada tienen que ver con los que vivieron en esta vida, son otros.  El “pecador” que gozó de todo lo que la vida ofrece, o que padeció de los rigores que esta suele aplicarles a los faltos de carácter, NO PUEDE ENTRAR AL CIELO.  Tiene que cambiar, que convertirse en OTRO HOMBRE, porque si lo hace en las condiciones en las cuales ha vivido, significaría una perturbación en ese cielo ideal en donde todo es perfecto y no hay que lidiar con damas alegres o sujetos calavera.  Ese es el requisito que EXIGEN los creyentes, los que no quieren problemas en esta vida ni en la otra.  No es a Dios o Jesucristo a los que les importa que haya malvados, egoístas, ladrones, malos o lujuriosos  que se “cuelen” en el cielo.  A ellos esto no les afecta ni causa problema alguno.  La anomalía está en la cabeza del “creyente”, al que le molesta todo lo que se aparte de su mundo ilusorio y de creencias.  Y por una extraña alquimia mental, le traslada sus prejuicios a Dios.  “En el cielo NO entran este y este y aquel, con tales o cuales defectos que a Dios (a mí) no le gustan”.
            Como el mundo de cada creyente es delineado de acuerdo con su gusto, en él solo se encuentran aquellas personas o cosas que le placen.  Si ha sido racista, supone que, por un mecanismo divino e inexplicable para él (es cosa de Dios), ya un negro o un chino se habrán desembarazado de su problema de negritud o chineza, y serán unos espíritus blancos y puros.  ¿Iguales ante Dios?  ¿O iguales ante los prejuicios del que imaginó ese mundo ideal?  ¿Le gustarán los negros a Dios?  Y de ser así, entonces ¿qué clase de individuo soy yo, que tanto los detesto?  ¿Tendré que soportar a los árabes en el cielo?  Eso no le agrada al creyente, porque no cuadra en su lista de gustos.  Por lo tanto, en su mundo interior de creencias, puede modificarlo a su antojo: todos nos convertiremos en espíritus blancos como la nieve, rubios y de ojos azules, como el Padre Eterno.  ¡Ya está!  Pero, ¿es eso cierto, o solo forma parte del paquete de aquellas cosas que nos gustan y que se llaman creencias?  ¿Quién SABE los gustos y voluntad de Dios?
            Las creencias son un juego de la mente, compartido con todos aquellos que aunque ahora nos caigan mal, creemos que en el cielo serán como yo espero que sean.  Cualquier tipo de creencia tiene el mismo origen basado en la satisfacción personal, porque si no es así, ES RECHAZADA.  Es la razón por la que hay pocos budistas en el occidente, ya que esta religión NO PROMETE CIELO ni nada por el estilo; estrictamente hablando, ni siquiera OTRA VIDA después de la muerte.  Pero si todo es cuestión de hedonismo, ¿por qué existe la idea del Diablo, el infierno y sus terribles sufrimientos?  ¿Para qué inventar cosas desagradables en un mundo que puede ser diseñado a capricho?  La respuesta parece estar dentro de la misma mente del hombre.  Así que por poderosos y atractivos que sean los mundos de las creencias (en cualquier cosa), siempre hay en la mente de todo individuo, un recurso final para salvarlo de la rendición total: la razón.   Esa potencialidad inherente a la naturaleza humana, tan satanizada por las religiones y todas las organizaciones de masas en las que lo único que cuenta es la docilidad, suele filtrarse por cualquier resquicio del mundo iluso del hombre, para obligarlo a poner los pies en el pavimento.  Según el grado de cultura o fanatismo, así actúa la razón.  En el hombre inteligente y culto lo hace gracias a la lógica; y en el ignorante y fanático, mediante la DUDA (El Demonio, le dicen los pastores).
            Creemos porque nos gusta, no importa que la cosa creída sea razonable o no.  Creemos en el infierno para los malos, siempre y cuando los “malos” sean otros: los árabes, por ejemplo; los negros, los judíos o los nicas.  Y aunque la razón nos diga que no pertenecemos al bando de los “buenos”, tratamos de hacernos creer que lo somos, para darle coherencia a nuestro mundo de CREENCIAS.  Y si eso no funciona en nuestra mente, nos aferramos a la teoría del PERDÓN DE LOS PECADOS.  En la salvación de última hora, sin que nos cueste mucho.  De allí la rabia que sentimos en contra de cualquiera que nos contradiga o ponga en tela de juicio nuestras CREENCIAS.
            El hombre ama el placer, y quienes sostienen lo contrario deben de estar equivocados.  A todo el mundo le gustar comer bien, tener dinero, vestir lujosamente, disfrutar de buena casa y carro; tener salud y belleza, gozar del sexo y todo tipo de placeres que la vida puede dar; en fin, gustar de todas las cosas “malas” de las religiones; especialmente de la “carne”.   ¿No es así?  Entonces, ¿de dónde salieron todos esos preceptos condenatorios en contra de estas cosas buenas de la vida?  Pues de la mente de muchos desquiciados (religiosos o no) que de acuerdo con las CREENCIAS que les impusieron, han desarrollado un mundo particular en donde toda la gente DEBE SER como ellos se imaginan que Dios, o quien sea, debe querer. 
            De allí el crimen de imponerles creencias a los demás, pero sobre todo, a los niños y a los ignorantes.   Si le gustó esta “Chispa”, discútala con sus amigos y familiares; puede ser un buen tema para conversar en algún momento de ocio.  ¿Usted que cree?
                                                                       Creyencerescamente
                                                                                                          R I S
Correo electrónico:   rhizaguirre@gmail.com

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