123 “LA CHISPA”
Lema: “En la indolencia cívica del ciudadano, se
fundamentan los abusos del Poder”.
¿SIRVE DE ALGO CREER EN DIOS,
JESUCRISTO O LO QUE SEA?
Todos decimos
creer en Dios, el bien o la fraternidad.
Incluso decimos tener a la libertad como uno de los grandes
valores del hombre; pero millones de esas personas que se declaran defensores
de este derecho inalienable, son verdaderos tiranos en sus casas, en las que
limitan o cercenan la libertad de sus hijos y esposas. ¿Y en nombre de qué lo hacen? Eso no importa; hay millones de pretextos
para hacerlo, y todos son válidos para el violador, incluso para la iglesia y
la sociedad. Entonces, ¿es la libertad
un concepto restringido al ámbito de los intereses del que puede concederla o
limitarla?
Todos decimos creer en Dios y sus
leyes inmutables, pero los miembros de la Inquisición decían lo
mismo. Y en nombre de esa Deidad,
asesinaron a millares de seres humanos.
Lo mismo que harían muchos “creyentes” modernos (si no temieran a
la ley) con cualquier individuo que se declare ateo o contrario a sus
creencias. La libertad, pues, parece
reducirse a la posibilidad de hacer lo que le da la gana al que cree en ella;
pero no a los demás. ¿De qué sirve
entonces creer en una idea (Dios o lo que sea) de una manera tan singular que
solo depende del gusto de quien cree en ella, y de la forma cómo la interpreta?
Creer es cuestión de fe, y esta es
reputada por las iglesias como la más grande de las virtudes del hombre. Pero, ¿sirve de algo tener fe? Pero “servir de verdad”, no de la
emoción consoladora que las personas encuentran en ese refugio de la
mente. Hay millones de personas
dispuestas a jurar por su vida y por Dios, que ellos han resuelto sus problemas
mediante la fe; pero eso no es cierto como método. La fe solamente es un estímulo que puede
desencadenar algunos mecanismos biológicos, fisiológicos e incluso sicológicos,
que producen en el individuo una alteración de la conciencia. Y al estar esta alterada, la percepción real
del mundo se ve trastornada y puede producir apariencias diversas al que se
encuentra en ese estado.
“A Dios rogando y con el mazo
dando”, dice un adagio de la sabiduría popular, que parece indicar cierta
duda acerca de la fe. Porque es obvio
que ni Dios ni nadie nos van a resolver nuestros problemas por arte de
magia. Si no trabajamos duro y con
disciplina, jamás tendremos nada, por más que le pidamos al cielo o a quien
sea. ¿Que algunos se ganan la
lotería? ¡Claro que sí! Pero eso es una excepción demasiado rara que
no puede darle validez a la teoría de que quien tuvo esa suerte, fue porque
Dios le hizo el favor. Sin embargo,
habrá personas que se empecinen en atribuirle a Dios cualquier casualidad
afortunada. Nada se puede hacer en
contra de eso. Porque si ese fuera un
ejemplo de los dones de Dios, ¡de verdad que sería muy “agarrado”!
¿Se ha resuelto algún problema de
aerodinámica, matemáticas o física nuclear mediante la fe? ¿Ha podido algún hombre mover una montaña
mediante la fe? ¿Por lo menos una bola
de tenis? Todos los creyentes sienten
una compulsión desaforada por dar testimonio acerca de los milagros; los
inventan e imaginan a las personas que han sido favorecidas por estos supuestos
milagros de Dios, Jesucristo o los santos, porque creer en algo es una
necesidad sicológica. El hombre
ignorante la llena con temores y superstición, y el hombre racional y culto,
mediante la filosofía.
¿Sirve de algo práctico creer
en Dios? ¿Tiene alguna utilidad en la
vida la creencia en seres superiores? Y,
¿es lícito, lógico y justo que estos se entrometan en los asuntos de los
mortales, concediéndoles ciertos dones o superioridad sobre los otros? Como los dioses griegos y paganos en general. ¿Es la creencia en divinidades algo útil y
práctico que me da ventajas en la lucha diaria en el mercado de valores o en el
análisis comercial de las empresas que dirijo? Y de ser esto posible, ¿quién
soy yo para obtener lo que otros seis mil millones de personas sobre la tierra
merecen talvez con más méritos que los míos?
Y si recibo algún beneficio adicional en mis negocios, ¿será la voluntad
de Dios? Y si me va mal, ¿será culpa de
Dios? ¿Se meterá Dios en la infinidad de
pequeñeces que millones de personas le piden todos los días en todos los
idiomas imaginables? Y muchas de ellas
son idioteces que con un poco de diligencia, bien pueden resolverlas sin tener
que comprometer a Dios en simplezas indignas de su rango, si es que lo
hiciera. ¿Puede Dios proporcionarme una
querida como Mila Kunis?
Y obtengamos o no lo aquello en lo
que le hemos pedido ayuda a Dios, ¿cómo sabemos que se debió a su participación
a favor o en contra? ¿Por la fe? Cuando le achacamos los triunfos a la Deidad
estamos negando nuestras potencialidades y atribuyéndole el mérito del personal
esfuerzo a una abstracción a la que llamamos Dios; pero detrás de ese acto
de fe, lo que prevalece es la superstición: el miedo a que no se repita el
éxito. Por eso se lo achaco al Padre
eterno... por si acaso. Y cuando le
endosamos la culpa por los fracasos (“fue la voluntad de Dios”), estamos
negando la responsabilidad de nuestra mala gestión. En todo caso, evadimos la confrontación
racional de nuestras acciones y, por comodidad o lo que sea, se las atribuimos
a Dios. Las divinidades, pues, se
convierten en una especie de mampara útil para el bien o el mal. Es un problema emocional que nada o muy poco
tiene que ver con la razón y la inteligencia.
Si no trabajo no como. Dios no
traerá las provisiones de comida a mi mesa para que coma mi familia. TENGO QUE TRABAJAR EN ALGO. Tengo que ser diligente; y cuando lo soy,
aparece la comida porque trabajé para eso.
Entonces, ¿por qué debo atribuirle el fruto de mi esfuerzo a una ignota
deidad de la que no tengo prueba alguna de su existencia ni de sus relaciones
conmigo? Pero a pesar de esta falta de
prueba, el creyente llega a las conclusiones más absurdas con tal de justificar
su fe. “Te ganaste ese dinero porque
Dios quiso, porque si Él no hubiera querido, no te lo hubieras ganado; Él te
dio salud para que pudieras trabajar”.
Y ante argumentos de esa clase, no hay debate posible de ideas.
¿Y qué pasaría si decido no hacer
nada del todo, y solo sentarme a rezar y tener fe en que Dios me proveerá
alimento? Existe un ramillete de
posibilidades: que me recluyan en un manicomio, que me den de comer mis
parientes, o que a la larga muera. Pero
estrictamente hablando de mi relación con Dios, ¿me daría de comer Él, personalmente,
si yo tengo mucha fe? Y en el caso
anterior, si son mis parientes los que me alimentan, ¿por qué habría de
atribuirle a Dios ese servicio?
En fin, ¿cuál es la utilidad
práctica de creer en Dios, los santos o Jesucristo? Emocionalmente es comprensible el provecho
que se deriva de esta actitud, pero racionalmente, no parece tener mayor
trascendencia en los destinos de los hombres el creer o no. Y tampoco parece existir una correlación
adecuada y justa entre lo que los hombres hayan creído en sus dioses, y cómo
les han ido las cosas en la vida real.
Muchos supuestos santos murieron en la hoguera. A Cristo lo crucificaron, y esto que, según
dice el dogma, era hijo directo de Dios.
La fe no parece haberle servido de mucho a cientos de miles que han
muerto por ella o sus dioses. ¿Para qué
sirve, entonces, creer? Y aparte del
consuelo emocional, ¿para qué sirve, DE VERDAD?
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“Creyenceramente”
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