viernes, 8 de octubre de 2010

785 El suplicio de hablar

785    “LA CHISPA”        (28 abril 2010)
Lema: “En la indolencia cívica del ciudadano, se fundamentan los abusos del Poder”
EL SUPLICIO DE HABLAR… O ESCRIBIR
            En mi libro “El Ameriñol” hago una aclaración bien amplia acerca de lo que significa vivir bajo el temor de las reglas de la Gramática, en especial, de la Ortografía, y que salvo para las personas incultas del todo, esto es una tortura que mortifica a la gran mayoría de los individuos con algún barniz de escolaridad, el suficiente para darse cuenta de que su arsenal de recursos gramaticales es muy pobre.    Los ignorantes están libres de esos prejuicios y les vale un cacahuate decir “haiga”, “traiba”, “achará”, “enantes” o “acuantá”. Tampoco “habemos”, o cómo diablos se utiliza el maldito gerundio para no incurrir en algún tipo de barbarismo, de los millones que existen, según la Docta.  A las personas simples todas esas boberías académicas las tienen sin cuidado; es a los alfabetizados a medias a los que desvelan esos asuntos de las “reglas”.  En los mercados la gente habla como le da la gana y nadie la corrige; el único requisito que demanda el habla popular es hacerse entender.  Nada más.  A nadie le importa dónde va el verbo o el sustantivo, si se dice había o habían; si se dice hubo o hubieron ni cuál es el lugar del complemento directo.   No les preocupa saber cuántas son las partes variables de la oración ni cuál complemento demanda determinado sujeto.  Solo entender y ser comprendido.   Esa es la función básica y única de la lengua: ENTENDERNOS.
Sin embargo, ¿qué es lo que han hecho la escuela y el sistema en este sentido?  Llenarnos de inseguridad y convertirnos en mudos cuando es menester usar el habla para algún asunto serio y, sobre todo, si es en público.  Seis años de primaria y cinco de bachillerato nos convierten en inútiles atemorizados para siempre.  En  lugar de liberarnos, solo nos hacen darnos cuenta de lo ignorantes que somos y de que es mejor “calladitos” para no meter la pata.   Ser silenciosos no es una virtud sino un producto de la turbación que nos produce hacer un discurso.   Hay personas que prefieren ser desolladas vivas antes que realizar tal hazaña; y no se trata solo de analfabetos sino de profesionales en las más variadas ramas, incluyendo maestros y profesores, cuya herramienta principal de trabajo es la capacidad de parlar con claridad y precisión.  ¿A qué  se debe esa aprensión que nos puede hacer entrar en choque?  ¿Por qué una cosa tan simple se convierte en un desafío insuperable para muchas personas?  Solo los que tienen el don, son los que sobreviven la “educación” básica y conservan sus facultades de comunicación intactas; o los que nunca han ido a la escuela.
Hay quienes sudan y entran en un estado de angustia cuando tienen que dirigirse a alguna audiencia, sin importar qué tan culta o roma pueda ser esta.  Hay personas que han logrado ocultar su miedo, pero nunca lo vencen por completo y casi siempre sufren alteraciones nerviosas y ansiedad cuando tienen que hacer un discurso para otros.  ¿A qué se debe que un asunto tan simple se convierta en una agonía?  Algo que hacemos con tanta naturalidad en nuestros hogares, grupos de trabajo, de farra o de compinches futboleros, se transforma en una tarea paralizante que nos lleva a tartamudear o perder la voz y temblar como si nos fueran a matar.  ¿Cuál es la causa de semejantes temores?  ¿Los traumas escolares?  ¿Miedo escénico?  ¿Consciencia de nuestra ignorancia gramatical o estilística?  Hombres y mujeres locuaces, de esos que chacharean sin parar, si son requeridos para dirigirles cuatro palabras a algunas personas, de inmediato entran en estado de pánico y se niegan rotundamente a hacerlo.   Hay tres clases de personas en relación con este problema:   Los que prefieren la muerte antes que hacerlo.   Los que lo hacen a base de un esfuerzo terrible, y los que se sienten felices parloteando ante cualquier grupo.  ¿A cuál de esos grupos pertenece usted?
La segunda parte del problema es la escritura cuando va dirigida a grupos desconocidos, aunque se trate de gente sencilla.  Cuando pensamos algo, tenemos dos caminos para hacerlo saber a los demás: lo decimos o lo escribimos.  Hablarlo es de lo más fácil, siempre y cuando sea bajo ciertas condiciones.  Pero escribir se nos antoja mucho más difícil.   Y aunque solo es poner en el papel lo que pensamos, la mecánica a seguir (con todos los traumas escolares) se nos convierte en un desafío ante el cual siempre nos sentimos deficientes.  Miles de reglas gramaticales, la conjugación verbal, la sintaxis, la cacofonía, el estilo, la claridad y, sobre todo, la maldita ortografía, constituyen el terror de todos los estudiantes y gente semi culta que tiene que hacer uso de la escritura.  Es común que incluso en los colegios, cuando los profesores tienen que enviar una carta pública o privada a alguien, les encarguen a los Departamentos de Español su redacción.  Ridículo ¿verdad?  Sin embargo es una realidad de todos conocida.
¿Cuál es la o las causas de esta deficiencia tan generalizada en la América Latina y, posiblemente, en España?  En apariencia son muchas, sin embargo, todas tienen su origen en algo muy simple: en la utilización de una gramática muy tiesa, arbitraria y anticuada, problema unido con una ortografía infame que muy poco tiene que ver con la forma como pronunciamos  el español los americanos.  La ortografía que utilizamos es un campo minado de trampas que bien se podrían borrar si adoptáramos una escritura más natural y de acuerdo con nuestra fonética.  Esa es la propuesta que hago en mi libro “El Ameriñol”, el cual ya se encuentra a la disposición de todos en mi blog “Librería en Red”, sin costo alguno.   
Conversar no debería ser un desafío sino un gusto que nos haga sentirnos muy bien.  Tampoco escribir debe ser una tortura que nos obligue a renunciar al placer de comunicar lo que sentimos mediante este recurso del intelecto humano.  Ahora que “El Ameriñol” está al alcance de todos los que tengan alguna pasión por nuestro idioma, podemos dar el paso principal para que nuestra lengua, oral o escrita, esté al servicio de un solo objetivo: comunicarnos.  Es hora de que dejemos de hablar o escribir para los gramáticos, técnicos o lingüistas, y nos concentremos en ese fin único de todos los lenguajes.  Talvez entonces deje de ser un suplicio hablar en público o tratar de poner en el papel nuestras ideas.
Fraternalmente
                        RIS

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