283 “LA CHISPA”
Lema: “En la indolencia cívica del ciudadano, se
fundamentan los abusos del Poder”.
“EL FAIR PLAY”
Recordemos que el fútbol es un
deporte bellísimo, y que los que utilizan una camiseta distinta a la nuestra no
son el “enemigo” a destruir, humillar o mutilar mediante salvajadas
antideportivas. Son seres humanos con
sueños iguales a los nuestros; con familias y aficiones que los aman y
respetan, como a los nuestros. La
camiseta distinta solo los convierte en rivales a vencer; no en fieras odiadas
a las que tenemos que matar o destrozar de manera brutal. Tampoco debemos llevar la rivalidad deportiva
a un odio visceral en contra de todo lo que provenga o represente la nación
contra la cual nos enfrentamos. Es
inevitable que haya fanáticos estúpidos en cada bando, pero los jugadores
siempre deben tener presente que no se juega solo para esos energúmenos, sino
también para los aficionados leales que aman el deporte y que saben reconocer
con hidalguía, aunque no sin dolor, la superioridad de los que nos han
vencido. Pero además de los buenos
aficionados nacionales, tenemos a esa enorme masa de espectadores que aman el
fútbol, y que solo lo disfrutan por su valor intrínseco, sin importarles mucho
quién gane, sino el espectáculo que brinden los contendores.
Siempre tendremos preferencias, eso
es natural, pero los amantes del fútbol-arte, del fútbol-magia, asisten a los
estadios o encienden el televisor para disfrutar de la fantasía de ese deporte
y de los malabaristas que lo ejecutan como si fueran una sinfónica. Como los clásicos Real-Barcelona. Y ese
público, que es la mayoría, merece el respeto total de los protagonistas. Esta gente no va a un estadio ni conecta su
televisor para ver como un salvaje deja inválido a un contrario solo porque es
incapaz de contenerlo o “marcarlo” adecuadamente por falta de recursos. Es probable que los fanáticos de cada país se
sientan complacidos de esas agresiones rastreras y vergonzosas, pero para los
aficionados de clase, para los amantes del fútbol como rey de los deportes,
esos actos criminales son motivo de afrenta.
Competir
no es una cuestión de ganar a como dé lugar, pues ese es un objetivo
innoble, lleno de ruindad y otras bajas pasiones que constituyen la antítesis
de lo que es el deporte. Se debe poner
el físico, alma, corazón y lágrimas en el esfuerzo por lograr la gloria del
triunfo, pero este no debe ser empañado JAMÁS
por actos cobardes, sucios o antideportivos. En la competencia de altura, no hay cabida
para rufianes tramposos que simulan lesiones o exageran sus caídas para
conseguir que les piten un penal. Desde
luego que muchos lo logran, pero ¿cuál es el precio que se paga por una
miserable acción de esas? Para los
fanáticos sinvergüenzas estará bien, pero para el aficionado justo, que sabe
valorar el dolor de los contrarios, esto es motivo de sonrojo.
Se juega limpio por conveniencia,
por consideración al rival, por amor al deporte pero, por sobre todo, por el RESPETO que se merece el aficionado
neutral de esta masiva religión cuya feligresía abarca al mundo entero. El fútbol es un juego en el cual puede entrar
“una guerra sicológica”, pero cuando se está en la cancha, el futbolista debe
tener presente que este deporte es una manifestación de cultura, y que cada uno
de sus intérpretes es un héroe, un ídolo para millones de niños que desean
imitarlo. El futbolista, pues, tiene un
gran compromiso moral con la afición. El
intento por impedir un gol no debe llevar a la agresión brutal del contrario;
fracturar a un rival en una acción artera, es la negación absoluta de lo que es
el deporte. Entre acabar con la carrera
de un colega y aceptar el veredicto de la superioridad, la escogencia debería
ser clara. Es por eso que el estudio del temperamento de los jugadores debe ser
motivo de un cuidadoso examen. Y
quien no tiene control sobre su carácter en ese nivel tan crítico, NO debe integrar la Selección Nacional.
No se practica el “fair play” para que nos aplaudan o nos
den un trofeo; se actúa así porque esa es la esencia del deporte, y quien no
entiende ese simple y maravilloso postulado, jamás debería competir. La no comprensión de esas simples reglas, son
las que llevan a infinidad de jugadores a la comisión de lamentables errores; a
llevar a cabo acciones espernibles que los habrán de marcar para siempre en
forma negativa: el caso del Burrito
Ortega cuando agredió de un cabezazo al portero de Alemania; y el más
reciente y sonado, la torpe y tonta agresión de Zinedine Zidane, que le costó
el campeonato mundial a Francia.
Pero la peor de las agresiones que
puede llevar a cabo un salvaje de estos, no es el daño que le pueda hacer al
rival, sino el perjuicio terrible que le causa a su propio equipo al hacerse
expulsar, pues lo deja cojo y lo obliga a improvisar recursos que nunca serán
lo mejor. Es preferible dejar que le
metan un gol a su equipo, pues mientras este esté completo existe la igualdad
de fuerzas y la posibilidad de empatar y ganar.
Pero cuando el equipo está diezmado o pierde a su principal delantero o
defensa, la tragedia es inevitable. En
un deportista de verdad, NO HAY
JUSTIFICACIÓN POSIBLE para semejante error.
No hay razón que pueda paliar los resultados de una conducta
antideportiva. Hacerse expulsar por una
agresión al rival no es un acto heroico, de valor ni de macho: es una estupidez derivada de una debilidad
del carácter. Es un acto antisocial
de un matón que no sabe hacer la diferencia entre lo que es una cantina o la
calle, y un escaparate mundialista en donde los ojos de casi toda la humanidad
están puestos sobre los protagonistas del espectáculo más bello que hay sobre la Tierra.
Es más, hacerse expulsar es una vergüenza, por más pretextos que se puedan esgrimir. Un patán malcriado siempre será objeto de
burla y menosprecio, por más simpático que sea para sus fanáticos. Como el caso de “El Animal” de Brasil.
Fraternalmente
RIS E-mail: rhizaguirre@gmail.com
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