lunes, 18 de abril de 2011

920 La "refri" tiene la culpa


920    “LA CHISPA        (11 abril 2011)
Lema: “En la indolencia cívica del ciudadano, se fundamentan los abusos del Poder”
LA “REFRI” TIENE LA CULPA
            ¿Qué o quienes tienen la culpa de la gordura mórbida que se ha convertido en un azote social desde hace unos sesenta años, y cuyo avance parece incontenible?  Es claro que hay varios condicionantes, aunque la causa única es la ingesta de alimentos en demasía.  ¿Pero, qué es lo que lleva a la gente a esa actitud (glotonería)?  Algunos dicen que su origen es genético; sin embargo, de padres delgados, solemos ver niños obesos.  Otros dicen que son los hábitos familiares (familias gordas).  También se señalan razones sicológicas: miedo, tensiones, ansiedad etc.  Pero una cosa es indiscutible: somos gordos porque comemos más de la cuenta.  Y la causa principal de eso es que tenemos alimentos en abundancia, y algunos facilitadores que propician ese consumo indebido.  Bien sabemos que en los cuarteles nadie se engorda; tampoco de la cárcel u otros centros parecidos sale gente gorda.   En aquellos sitios en donde se come en orden y no queda la posibilidad de estar “picando”, la mente y el estómago se disciplinan y aceptan que hay “horas de comida”.  Tampoco las casas de gente pobre son fábrica de gordos.  La gordura es el  “castigo” de las sociedades ricas.
            La tendencia a divertirse comiendo, cuenta con esos facilitadores que hacen posible destapar una lata de comida chatarra, un cartón de jugo capaz de sobrevivir a Chernóbil y Fukushima; cientos de cajas de todos “alimentos” que podamos imaginar.  Solo es cuestión de ir a la alacena, abrir un tarro, una lata o un plástico, meterlo al micro y… ya podemos repletarnos el estómago de cuanta porquería se nos antoje.  Se dice que en los Estados Unidos, líder en este tipo de alimentación, el ochenta por ciento de la gente es obesa o está en camino de serlo.  Y eso es una tragedia.   Por esa ruta va Costa Rica y todas aquellas sociedades en donde estos “facilitadores” hacen posible que la gente coma a cada rato o cuando le place, aunque sea sin apetito verdadero.  Antes, para comerse un helado había que ir a la heladería; ahora todo el mundo tiene taqueado el refrigerador de cajas de helados, queques, dulces y cuanta cosa hace las delicias de niños y adultos.  Sabemos que la gordura conduce a la tristeza, sufrimiento, vergüenza, sentido de culpa y mil enfermedades físicas y mentales.  Y ante ella, no parece existir remedio alguno. En numerosas “Chispas”, entre bromas y toda la seriedad del mundo, he analizado las causas de este estado al que llegamos por diversas actitudes (debilidad) ante la propuesta de los alimentos.  Se ha dicho que el problema básico es mental; pero también que hay una serie de factores condicionantes que deberíamos eliminar para que ciertas tendencias viciosas fueran contrarrestadas.   He aquí uno.
            Hay dos cosas que podríamos probar en el combate contra la gordura.  Pero antes, hagamos un poco de memoria y volvamos a ese tiempo cuando no había tanto gordo, y veremos que hay un elemento que marca la diferencia, aunque no nos guste admitirlo: la REFRIGERADORA.  Talvez no sea el único instrumento, pero si usted lo piensa bien, tendrá que aceptar que este aparato infernal es el principal cómplice de la gordura.   Es por eso que les sugiero un experimento que podría llevarnos de vuelta a los viejos tiempos: apagarla durante unas semanas. No pierdan tiempo poniendo pretextos, yo los sé todos.  Antes no había refris y la humanidad sobrevivió bien.  Apagarla nos llevaría a las antiguas y sanas prácticas de alimentación.  Cuando no había refri, todo se compraba al día: limitado y fresco, solo lo que se iba a comer ese día.  Esto obligaba a las mamás a ser cuidadosas con la cantidad de alimentos que se preparaban, y había que “comérselo todo”.  Completito.  Así no quedaban las sobras que hoy se van atarugando en la refri hasta que estas huelen a albañal con tantos restos de carnes, papas, sopas, queques, helados, arroces, frijoles y cuanta cochinada va sobrando y no se bota.  Como la refri aguanta todo, se ha perdido el arte de la medida en la cocina.  Ahora se puede hacer una tonelada de arroz en la olla arrocera sin importar que no se gaste ni la mitad, pues el resto se puede meter en la refri.  Podemos hornear un buey, y lo que sobre… a la refri.  Podemos hacer un queque de diez pisos, y lo que sobre… a la refri.  Restos de atún, salsas de todos los sabores, olores y colores se encuentran en la refri.  Algunas tienen meses o semanas de estar allí.  Pero solo es cuestión de identificarlas para ser reutilizadas en una nueva carne, guiso o lo que sea.   Auténticas porquerías y carroña son revividas en el microondas y… pa’dentro.  En julio todavía hay un esqueleto del pavo navideño; restos del pastel del cumpleaños de Juanito, de hace dos meses.  Sopas viejas, panes petrificados, cosas horrendas y asquerosas pero que, con la magia del micro, ¡zas!, vuelven a la vida en un santiamén.  La refri es como una morgue.
            Como vemos, la refri es una fuente facilitadora de la ingesta de alimentos a cualquier hora.  Solo es cuestión de sacar de ella cualquier contenedor (de los especializados), adivinar qué cosa es, meterlo al micro… y a comer y comer y comer.  Allí encontramos carnes de la edad del hielo que solo es cuestión de calentarlas.  Sopas antiguas.  En mayo, tamales de navidad.  Todo está a la mano.  Ahora solo destapamos la puerta de la refri y nos apretamos de helados, cocas, queques o lo que nos dé la gana.  Incluso de las infaltables cervecitas.  Antes había que ir al bar, y eso daba pereza y limitaba un poco esta disposición.  Ahora solo es cuestión de sacar un montón de recipientes helados, calentarlos y ya tenemos las “boquitas” que, junto con las birritas, van a alojarse en la cintura.
            Antes de la refri, las mamás hacían la comida completa porque no había dónde guardar lo que quedaba.  Se hacía lo justo y había que comérselo todo.  “Es pecado dejar la comida”.  “Cuántos niños pobres no tienen nada qué comer”.  Ahora no importa dejar la comida, pues solo se guarda en el refrigerador y se calienta mañana, más tarde, la próxima semana, el mes entrante o el año que viene.  Yo me he comido una pizza que parecía un caite, pues tenía como tres meses de estar en la refri.  Solo fue cuestión de mojarla, meterla al micro… y a la panza.  Antes había que esperar las horas de la comida, pues no había nada qué picar.  Se almorzaba al mediodía y NO QUEDABA NADA.  Solo las ollas lavadas.   El desayuno era café con pan (uno o dos bollitos).  Si se compraba leche, era una botella que la consumían los más chiquitos; en el café o algún atolillo por la tarde.  Ahora podemos guardar toneladas de leche en la refri (o en polvo), y eso hace posible que la tomemos a la hora que nos da la gana; con restos de queques petrificados, con panecillos del mioceno, con sobros de lasaña de la semana pasada…  Es decir, la refri es la gran cómplice de nuestra glotonería: solo abrimos su puerta, nos agachamos y buscamos, a cualquier hora del día o la noche, entre aquella infinidad de palanganitas, vasitos, cajitas, botellas y cuanto plástico hay, y encontraremos todo tipo de viandas con las cuales nos forramos a la hora que sea.
            Desde luego que hay gente que dirá que es imposible vivir sin refri, pero la verdad es que ese aparato no ha existido desde hace mucho; es posible que solo tenga medio siglo de ser popular; primero entre los ricos y, mucho más tarde, en los hogares pobres.  Así que no podemos alegar cuestiones de tradición.  Pero lo que sí es evidente es que es un instrumento que facilita de gran manera la realización del sueño de los glotones.  La refri es una caja de sorpresas de donde brotan los placeres que hacen la alegría de los gordos… y nos conduce a ese estado de tristeza.  Sería bueno experimentar un retorno a las sanas costumbres del pasado.  Comprar al día las frutas, verduras, carnes y todo aquello que hoy podemos almacenar por siglos.  Prescindir por un tiempo de tanto químico y alimentos muertos que duran en sus empaques una eternidad.  ¿Es incómodo?  ¡Claro que sí!  Pero es la gran oportunidad de volver a las sanas prácticas que produjeron generaciones de hombres fuertes, robustos, atléticos y delgados.    De gente saludable que no comía porquerías enlatadas ni conservadas en congelación.   ¿Qué tal si lo intentamos un par de semanitas?
            Con mucho cariño y buena intención                 
Ricardo Izaguirre S.      E-mail: rhizaguirre@gmail.com

 

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