jueves, 20 de mayo de 2010

503 Yelena, sencillamente divina

503    “LA CHISPA
Lema: “En la indolencia cívica del ciudadano, se fundamentan los abusos del Poder”

YELENA: SENCILLAMENTE DIVINA

     ¡Qué ojazos, mujer! ¡Qué ojazos! Cuando los alza hacia el cielo, a la búsqueda de su planeta, podemos verlos en todo su esplendor y azul tonalidad. ¿Son azules? No sé con seguridad el color, pero son hermosísimos y enormes. Su largo y fino cuerpo es un deleite para todos, y la muy malvada lo sabe. Es por eso que se mueve con la misma sensualidad de una pantera al acecho, lista para hipnotizar y hacer trizas a sus atemorizadas víctimas. Es implacable y se regodea en el sentimiento de impotencia y desilusión que produce en sus insignificantes rivales terrícolas, a las que nunca suma ni resta, y solo fija su enigmática mirada en la punta de su garrocha, en el travesaño que debe saltar, o en el insondable cielo desde el cual se ha dignado descender para venir a hacernos abrir la boca, extáticos en la contemplación de esa formidable máquina muscular capaz de saltar con la misma facilidad que un tigre siberiano sobre su presa.
     Por lo general tenemos la impresión de que las atletas son o deben ser feas, gordas o absolutamente flacas, llenas de músculos desagradables y rostros fieros; sudorosas y con aspecto de marimachos; pero esta dama rusa se sale por completo de todos los moldes y prejuicios que pudiéramos haber establecido. Yelena es fina, delicada, bellísima, de proporciones perfectas, con cara de reina y con unos ojazos increíbles. Nadie podría adivinar que detrás de su estilizada estampa y rostro encantador, pueda haber una fiera atlética capaz de ascender hasta el cielo dorado mediante un palo flexible. No es creíble que esta beldad, un exquisito regalo a la vista del más exigente “connoisseur” sea a la vez, capaz de inspirar tanto terror a sus contrincantes, como si fuera la mismísima Demonia. Yelena es el epítome de todas las heroínas que hemos visto durante tantas olimpiadas, y solo nos atreveríamos a compararla con aquella piernas largas, también rusa, que hizo añicos el récord de los 500 metros planos en Münich, y que respondía al nombre de Lyudmila Brágina.
    Yelena Gadzhiyevna Isinbáyeva se ensañó en contra de sus rivales que, ante ella, lucieron absolutamente insignificantes y sin la menor esperanza. Su simple presencia las borró del mapa, y cuando saltaba, se veía en sus caras el desconsuelo y la mal disimulada envidia y angustia ante cada brinco descomunal de la pulga de Volgogrado. Se encarnizó contra el récord mundial. Y lo hizo en contra de todas las mujeres que compitieron en esa disciplina. Con su silueta y rostro de ensueño, se apoderó de las fantasías eróticas de millones de hombres en el mundo entero. Y aunque es cierto que hubo muchas bellezas como la paraguaya Leryn Franco, las leonas argentinas o las siempre bellas brasileñas, ninguna con la personalidad arrebatadora de Yelena. Ninguna con su clase, ninguna con su capacidad de volverse ingrávida y lograr alturas que solo son posibles para los ángeles.
      Todos sabíamos que ella estaba segura de que podía saltar lo que se le antojara, hasta diez metros, pero eso la hubiera privado del placer de estirar a capricho la agonía de sus contrincantes que, de antemano, se sabían derrotadas aunque hicieran valerosos e ingentes esfuerzos para que la caída fuera decorosa. Como hizo la otra rusa y la gringa Stuczynski (que parece polaca). Con la misma perversidad con la que juega una gata con el ratón que ha atrapado, así les daba cuerda a sus rivales para que soñaran e hicieran interminable su propia tortura. Y cuando por fin se hartó de su criminal juego, brincó lo que quiso, impuso un nuevo récord mundial e hizo que la olimpiada terminara cuando a ella le dio la gana, en un estadio rendido a sus pies, y miles de millones de ojos extasiados en los televisores de todo el mundo. Un epílogo dignísimo de la épica griega. ¡Salve, santa Yelena! ¿O debemos decir Palas-Atenea? ¡Qué ojazos, mujer! ¡Qué ojazos!
Su salto final fue un poema, una plegaria, un sueño eternizado en el recuerdo de millones de amantes del deporte en todo el planeta. Cuando quiso, puso el listón donde sabía que nadie más podía llegar, y cuando lo cruzó triunfal emitió un gritito de júbilo, una especie de chillido semejante al de las mininas en celo, que decía: “¡Esa soy yo: Yelena Isinbáyeva, zarina única e indiscutible de las alturas. ¡Salten lo más que puedan, patéticas terrícolas, que yo siempre pondré el listón un metro más arriba!
Yelena es una especialista en tortura, y si no fuera que ya no existe el régimen soviético, bien podríamos suponer que es una agente de la KGB; pues por si no fuera suficiente con sus poderosos brincos para sumir en el desamparo y el miedo a sus rivales, lleva a cabo un misterioso ritual con el cual les termina de aniquilar los nervios y los últimos arrestos de valor que les pudieran quedar. Encapuchada en su tienda tuareg, esta sádica belleza se aísla del mundo, penetra a su universo especial y entra en contacto con los dioses del Olimpo; o recibe energía e instrucciones de su muy distante planeta; luego sale y sin ver a nadie, toma su garrocha, inicia su habitual monólogo, mira al cielo con aquella azul mirada con la que nos hechizó, y emprende su poderosa carrera hacia la gloria. “Las olimpiadas se terminan cuando yo diga” Y así lo hizo. No pudo haber mejor final para unos juegos cuya magnificencia oriental será muy difícil de superar.
        De estas competencias tendremos que recordar al musculoso y formidable Phelps y sus ocho medallas; a Usain Bolt, la centella amarilla del Caribe, a Saladino, el hombre capaz de brincarse el canal de Panamá, pero por sobre todos esos tipos feos, sobresaldrá por siempre la figura irrepetible de la bellísima Yelena Isinbáyeva, la reina indiscutida de la pértiga. La de los ojazos azules y sonrisa embrujadora. La Savonarola de Pekín. Ojalá que no se la lleven todavía a su planeta, para que en la próxima cita de Londres, la veamos destruyendo mental, física y moralmente a sus rivales, y llevando el listón hacia regiones inalcanzables para las simples mortales. Lentamente, como las torturas chinas que puso en práctica en el “El Nido de los Pájaros”. Hasta siempre, Yelena, las mujeres talvez te envidian, pero los hombres te amamos sin lugar a dudas.
Olimpiescamente
RI S.

No hay comentarios:

Publicar un comentario