lunes, 24 de mayo de 2010

165 Kitico Moreno, una dama de alcurnia

165    “LA CHISPA (Verano del 2005)
Lema: “En la indolencia cívica del ciudadano, se fundamentan los abusos del Poder”
KITICO MORENO: UNA DAMA DE ALCURNIA
     Existe un selecto grupo de caballeros andantes que, como los del rey Arturo, suelen reunirse de vez en cuando para charlar sobre diversos temas de su interés. Y yo he tenido el inmenso honor de que me tomen en cuenta y me inviten a compartir sus conversaciones y puntos de vista sobre filosofía, religión, historia o política. No hay agenda ni se trata de un programa rígido o ritualístico; tampoco tiene un tinte académico. Simplemente hablamos de manera informal sobre cosas que van saliendo al estímulo de unos deliciosos cafecitos y panecillos. Nada se omite allí, ni siquiera los chismes son descartados, y ocupan el digno sitial que les corresponde como la parte picante y sazonadora de una buena y auténtica conversación.
Pero la reunión de hoy 31 de agosto tuvo una connotación especial: era una especie de bautizo de la nueva y bellísima morada de don Julio Corvetti. Pero para mí, hubo algo mucho más importante: conocí personalmente a Kitico Moreno, esa leyenda del teatro nacional. A esa bellísima dama de tan ilustre prosapia, a la que hace muchos años observé fugazmente haciendo derroche de pasión en el escenario del teatro, y a la que nunca más volví a ver. Esa única vez que la vi a la distancia me recordó a Greta Garbo, y se convirtió en un hito en mi arsenal de recuerdos. Por eso este día fue tan especial para mí. Incluso fui un poco mal pensado: me imaginé que don Julio no había dejado que la viéramos para que no nos hechizara y nos convirtiera en sus asiduos y molestos visitantes.
     Después de recorrer la elegante y funcional residencia fuimos al patio, en donde vive una multitud de bulliciosos y alegres amiguitos de la familia Corvetti-Moreno. Son sus cascabeleros zaguates que, haciendo uso de una virtud que los hombres hemos perdido (la intuición), SABEN que llegaron a su casa; que están protegidos en un hogar donde el cariño abarca todo.
Seguidamente fuimos invitados a la espaciosa y bien adornada sala para que iniciáramos la conversación. Allí estaban todos esos caballeros y, además, tres de sus damas. Don Julio y Kitico, don Rogelio Navas y su encantadora esposa, anfitriona pródiga de incontables reuniones en su casa. El señor Rogé Muñoz y su dulce, aguda y elegante esposa. Completaba el cuadro el equilibrado don Enrique Álvarez, el benjamín del grupo. Y este servidor, por supuesto.
Luego de hablar de varias cosas, casi por inercia, la conversación empezó a derivar hacia un tema que a todos nos apasiona y que parece ser inevitable en nuestras reuniones: Dios, las religiones y demás ideas conexas, como diría un jurisconsulto. Al principio me abstuve de hablar, pues consideré que esos asuntos eran inadecuados en presencia de esas damas, cuyas inclinaciones religiosas podrían verse lastimadas por cualquier opinión un tanto dura para su sensibilidad. Entre nosotros el doctor Muñoz es el más apasionado y convencido en su atalaya de ateo absoluto; se puede decir que es un fundamentalista en sus posiciones. Pero a su manera, también es un creyente. Mi querido don Rogelio ha sido golpeado por el infortunio en los últimos tiempos; primero, una insidiosa enfermedad que lo tuvo al borde del tránsito. Y luego, la inesperada tragedia de la muerte de su nieto, que lo ha sumido en un dolor capaz de sacudir violentamente, e incluso derrumbar el bastión de sus convicciones filosóficas. Ateo confeso, su mente adolorida ha pendulado desde sus antiguas creencias, hasta un intento de acercamiento sincero a un campo en donde nunca se ha sentido bien: la religión. Del brazo empeñoso, sincero y convencido de su entrañable hija, doña Gloria, se ha acercado a los linderos de ese territorio mágico en el cual se siente incómodo. Y talvez ya haya entrado en el solitario cuarto oscuro de la Duda, del cual muchos somos moradores.
     Don Julio me parece un creyente sincero, no talvez en las formalidades de una determinada religión, pero eso sí, como buen hijo de la Ley, de un Orden Supremo que rige al Cosmos. Su cita con un padecimiento serio, también lo ha hecho meditar profundamente en el propósito de la vida. Siento que anda muy bien encaminado. Don Enrique, por su parte, tiene la faz y las convicciones de un guerrero curtido en los terrenos del dolor y la lucha diaria. De hecho, ha peleado duramente por su vida, y también ha visto el Abismo frente a frente. Por eso no dudo que también sea un creyente.
Así servida la mesa, yo no sabía de qué hablar, hasta que Rogé tocó los temas de la justicia divina, de Dios y el ateísmo, con la convicción y fuego que suele ponerle a sus palabras este distinguido galeno. Pero para mi sorpresa, no hubo necesidad de que nadie mediara o quisiera distraer o redirigir la conversación. Doña Kitico, con toda la dulzura del mundo, sin alterarse y con un dominio perfecto de “las tablas”, empezó a rebatir los argumentos de nuestro amigo. Sin ataques frontales, con la personalidad propia de una respetuosa anfitriona, fue desarticulando la posición materialista del doctor; con mesura, cortesía y un aplomo a prueba de huracanes, lo llevó hasta el sutil e intangible territorio de la fe, en donde los escépticos, agnósticos y ateos se sienten desnudos y sin armas. Podría resumir algo así de sus palabras, aunque no estoy seguro: “La fe es un don, una misericordia que recibimos de Dios para entender y explicarnos la vida”. Don Rogelio guardó prudente silencio, cortesía natural de un veterano diplomático, ducho en el arte de mantener las buenas relaciones. Don Enrique fue muy prudente, cauto y respetuoso en sus intervenciones; nada dijo que incomodara a los anfitriones. Entonces yo me quise hacer el gracioso y traté de poner un pequeño estorbo en la demoledora dialéctica de Kitico, y traje a colación la injusticia de la Justicia Divina en contra de miles de niños en Irak. Entonces ella me dirigió una mirada dulce pero firme, y sentí que el alma se me heló, y me arrepentí mil veces de haber abierto la boca. Igual que a don Rogé, esta “talibana del cristianismo” me dejó más negro de lo que soy. Por eso ahora estoy tomando clases de macramé y figuras chinas para tener de qué hablar, por si tuviéramos algún otro encuentro con Kitico.
      Con argumentos dulces, pausados y sinceros, además de bien pensados, fue redondeando una faena que hubiera terminado con el acero hasta la empuñadura, con rabo y orejas, de no ser la milagrosa intervención de la señora del servicio, que nos invitaba a pasar a la mesa a degustar el más delicioso café que he probado en mi vida. Allí hubo, gracias a los dioses, la oportunidad de cambiar de conversación. Y dije algo sobre el café. Como yo solo tomo “Montaña”, mezcla de maíz y café carbonizado con azúcar, fui agradablemente sorprendido por esa ricura de grano que, gracias a la alquimia de la cocina, se transformó en aquella delicia que todavía paladeo en mi boca. Rogé abandonó el tema y se dio por vencido, aunque no creo que haya sido porque se convenciera de lo que dijo Kitico, sino por un fino tributo del caballero ante la pasión y belleza serena de la anfitriona, tenaz defensora de la fe. Todos nos rendimos. Don Julio desde hacía mucho tiempo había hecho mutis de la escena, pues entendió bien que Kitico no precisaba de su ayuda legal ni de la de nadie. Además, ella tenía a dos damas que, aunque en silencio, estoy seguro de que la acuerpaban; no dudo que don Enrique lo hiciera en silencio. Yo también, y aunque no sé con exactitud la razón, así fue. Caí rendido ante el embrujo de su voz, sus convicciones y la pasión y serenidad con las cuales defendió su fe; la misma devoción que ponía en aquel lejano día que la vi actuar en el teatro. ¡Qué honor haber conocido de cerca a tan distinguida dama, heredera directa de la sangre y espíritu de los próceres de la Patria! Pero además, poseedora de un sensible e inmenso corazón, que le permite sentir la alegría y el dolor de esas bellas y nobles criaturas llamadas perros.
    Puede dormir tranquilo, don Julio, crea en lo que crea. Con esa apasionada Guardiana de su castillo no tiene nada que temer, y puede estar seguro de que el fuego de su hogar siempre arderá mientras se encuentre al cuidado de esa fogosa Vestal llamada Kitico.
    Don Julio, a nombre mío, y estoy seguro que del resto de compañeros de charlas, les damos las más sentidas gracias por esa inolvidable velada del 31 de agosto del presente verano. Y a doña Kitico, mi profunda admiración por su don de gente, su cortesía y tolerancia. Además, por el más rico café que he probado en mi vida. Y eso no es una lisonja.
Nota: Durante cinco años había guardado esta “Chispa”; pero después del fallecimiento de mi gran amigo don Rogelio Navas, quiero publicarla como un tributo sincero a la amistad y al mágico y fino acto de la “anfitrionía” de todos aquellos que hacen sentirse en casa a cualquier extraño.
Fraternalmente
Ricardo Izaguirre S.

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