domingo, 12 de septiembre de 2010

824 La duración de un día

824    “LA CHISPA”            (31 agosto 2010)
Lema: “En la indolencia cívica del ciudadano, se fundamentan los abusos del Poder”
LA DURACIÓN DE UN DÍA
            Hay varias formas de medir la duración de un día, pero pueden resumirse en tres puntos de vista: cuando uno es niño y el tiempo le importa un carajo.  Cuando somos adultos jóvenes y adquirimos una brutal noción del significado de esas fracciones de la existencia, pero no en relación con la vida sino con las obligaciones que nos impone la sociedad.  Cuando deseamos que el tiempo pase volando para ser mayores de edad y que nos tomen en cuenta. Y finalmente, la manera como los viejos miden esos espacios de nada que se les escapan de manera vertiginosa.  Es el período en el que se desarrolla la avaricia por ese tesoro llamado tiempo.          
En mi caso, el primero de agosto de principios del siglo pasado (1900.com) tuve la oportunidad de venir a este planeta a alterar el número de habitantes y arruinar el Censo.  Y ese día debió tener una dimensión especial cuando terminó, pues era la totalidad de mi vida.  Solo que yo no tenía consciencia de eso.  El dos de agosto también fue muy importante porque formaba el cincuenta por ciento de mi existencia.  El cuatro de ese mes fue la cuarta parte de mi periplo por el mundo.  Y con el correr del tiempo, cada día se fue haciendo más chiquito e insignificante.  Pasado un año, solo fue 1/365 del total de lo vivido por este servidor.  En mi décimo aniversario (y en el de todos), apenas fue una fracción del total de nuestras vidas.  Tan intrascendentes se hacen a los veinte o treinta años, que disponemos de ellos de una manera despectiva, como si tuviéramos un reservorio infinito de tiempo.  Y en cierta forma es así.   La juventud es la era dorada de la inconsciencia de la vida y del desconocimiento de la duración de los días.  Es cuando damos por descontado todo, como si fuéramos los Señores del Tiempo Infinito.   Es cierto que podemos morir en la juventud, pero eso solo es una remota posibilidad.  Desde ahí hacemos planes a diez, quince, veinte o más años.  Y todo con la seguridad de que así lo haremos.   Los viejos apenas hacen planes para un día… talvez una semana.
            Entonces, ¿cuánto dura un día en realidad?  ¿Veinticuatro horas?  ¿Toda una vida?  ¿Media vida si morimos al segundo día?  ¿O solo se trata de una revolución del orbe, de un punto de referencia temporal, o de un intento imposible por dividir y someter a nuestro capricho a ese arcano llamado tiempo?  Un día esperando al ser amado suele ser una eternidad; otro en estado de enfermedad, parece inacabable.  Los de vacaciones o luna de miel se van en un parpadeo y, aparte de las emociones, casi no nos dejan recuerdos claros ni permanentes.  Un día sin dinero se hace más largo y aburrido que una misa en semana santa.  Los de estudio son penosos e interminables.  Los de exámenes, terribles.  Los de descanso, fugaces destellos que se van en un santiamén.  Los días de tristeza se alargan de una manera deprimente que no parece tener final.
            Parece que el tiempo es una noción emocional que solo empieza a tener sentido cuando entramos al mundo de los adultos; cuando nos insertan los concepto de la prisa, la puntualidad, los términos y las fechas para hacer esto o aquello.  Cuando nos convencen de la brevedad de la vida y de lo atentos que debemos estar ante el paso de esa abstracción que nos obliga a cumplir con ciertas exigencias sociales como graduarnos, casarnos, sentar cabeza, triunfar a determinada edad y ubicarnos en alguna posición de privilegio.  Es entonces cuando los días se convierten en peldaños de una escalera que nos lleva a niveles superiores en una marcha casi infinita en donde el único propósito es mantenerse a la vanguardia, sin saber por qué ni para qué; hasta que la vejez nos toma por asalto y sorpresa y nos marca un alto repentino y desagradable.  La adultez es cuando perdemos aquel estado de gracia de la niñez, para convertirnos en esclavos del reloj y empezamos a utilizar el breviario social que han inventado los mayores: “no tengo tiempo, se me hace tarde, tengo que llegar en punto, debo levantarme temprano, trabajaré hasta media noche; solo puedo dedicarle media hora, mañana hablaré con mis hijos, tengo muchos asuntos pendientes, no puedo descansar, tengo que terminar eso hoy mismo, después lo discutimos.”
            ¿Ha reflexionado usted sobre lo que está haciendo?   ¿O lo que hizo, si ya es viejo?  ¿Vale o valió la pena?  ¿Cuántos días de los largos o cortos disfrutó a plenitud?  ¿Tiene o ha tenido consciencia del valor de cada uno de ellos?  
            Finalmente está el tercer período, aquel cuando las personas tienen la más dramática noción de la brevedad del tiempo que les queda.  Cuando deberíamos volvernos absolutamente tacaños con su gasto.  Cuando no deberíamos dormir mucho ni perder el tiempo en idioteces ni discusiones inútiles.  Cuando debemos estar atentos a cada movimiento respiratorio y cada latido del corazón porque pueden ser los últimos.  Cuando llega este momento, es la época del balance final; cuando debemos equilibrar el debe y el haber para enterarnos de si valió la pena el viaje que hicimos.  No para sufrir, lamentar ni censurarnos en demasía; solo para meditar y prepararnos para el momento cuando Atropos nos corte el hilo de la vida.   Solo para saber si cumplimos con nuestro deber, o si quedamos en deuda, ambas cosas irrelevantes a la hora de la muerte.  Pura diversión.
            Un día, pues, no es solo un número en el calendario o un lapso de veinticuatro horas, sino un chispazo o una eternidad en el tiempo.   Todo depende de cómo los utilicemos y qué hagamos con ese discurrir de la vida que nos puede llenar de gozo o convertirnos en vasallos angustiados de una abstracción.  ¿Ha pensado usted en la manera cómo los utiliza?  ¿Tiene alguna noción de cuántos le quedan?  No importa que sea joven, pues la muerte es algo con lo cual debemos contar siempre como una invitada inoportuna pero puntual e ineluctable. 
            Como dije en otra “Chispa”, no utilice los días como escalera en sus planes.  Si hoy es lunes y tiene algo para el sábado, no vea a los días intermedios como un estorbo, pues cada uno de ellos debe ser una aventura total; y cualquiera de ellos lo puede sorprender con acontecimientos más importantes que el del sábado.  Incluida la “Pelona”.  Disfrute cada uno de ellos, y haga lo posible porque sean placenteros y que se alarguen todo lo posible en el tiempo.  No existen los malos días, solo las malas actitudes ante ellos. 
            Fraternalmente
                                     RIS

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