511 “LA CHISPA”
Lema: “En la indolencia cívica del ciudadano, se fundamentan los abusos
del Poder”
LA CULTURA DEL MIEDO A LA MUERTE
A pesar de ser la religión más bella
desde el punto de vista ético, el budismo no cuenta con muchos seguidores en el
occidente debido a ciertos postulados inaceptables para la cultura de la muerte que han desarrollado las religiones “bíblicas”. Para los budistas, aquella es el final de
todo, como en realidad lo es desde el punto de vista de la personalidad. Con la muerte
se acaba todo, sin importar que haya un período de “vida” post mortem. El hombre consciente del “yo soy yo” termina ahí su papel.
En cambio, nosotros hemos
desarrollado la cultura de la vida
eterna de una manera ilógica y, por supuesto, absolutamente indemostrable
ni siquiera como posibilidad. Y bajo la
promesa de ese mundo imaginario, las sociedades se han entregado a infinidad de
cultos judeo-cristianos que las llenan de todo tipo de promesas que van desde
los escabrosos caminos del Infierno Eterno bajo la jurisdicción Satanás, hasta la
Vida Eterna a la par de Dios y Jesucristo,
en una felicidad sin límites en un cielo absurdo e imposible de comprender de
acuerdo con la naturaleza humana. La fe
y el deseo vehemente de colarse en tal Edén, hace que los hombres y mujeres les
pasen por encima a todas las cuestiones lógicas que niegan la existencia de
semejante lugar. Y llenos de argumentos
insostenibles a la luz de la razón, se aferran a sus sistemas religiosos que
les prometen el Paraíso. Pero así como
defiendan con rabia la veracidad de sus creencias, con la misma furia y
menosprecio les niegan validez a otras creencias como el hinduismo, budismo,
Islam o las formas naturales mediante las cuales los aborígenes se explican la
vida y su final. Para los “cristianos” todo lo demás es motivo de risa y burla.
Dentro de la cultura occidental
existe un culto tenebroso (disimulado con el nombre de religión) acerca de la
muerte; todo gira en torno a esta y al sitio adonde irán los muertos. Y eso bajo la suposición, JAMÁS DEMOSTRADA, de que somos un compuesto
de cuerpo y alma. Pero el alma
considerada como algo aparte que no participa en nuestras decisiones, como una
especie de accesorio que se encarga
de las cosas complejas de la espiritualidad.
Nada que tenga que ver con el mundo físico. El sitio al que va el cuerpo lo sabemos muy
bien y no nos preocupa; pero el destino del alma es otra cosa. Mientras vivimos el cuerpo es todo, nuestro dios, nuestro ídolo al que le rendimos
adoración, mimo y todas las atenciones posibles. Es la personalidad, el epicentro de todas las emociones y receptor
de todos los deleites; vivimos para el goce corporal en todas las
manifestaciones. Sin embargo, cuando aquel
se va agotando, los placeres se van haciendo más difíciles y elusivos, y eso
nos introduce al reino del culto a la
juventud. A partir de ahí, nos
preocupa todo lo concerniente a cómo conservarla, comienza el imperio del terror y se acentúa el miedo a la muerte. La religión adquiere preponderancia. En los viejos. La promesa de la vida eterna (léase juventud)
empieza a adquirir la magia que nos envuelve en esos años cuando vemos a los
jóvenes con envidia y criticamos ferozmente las “locuras” que hacen. En ese punto empezamos a hacer una obligada
diferencia entre el cuerpo y el alma y, como necesidad de supervivencia, nuestra mente entabla una identificación
con esta, y se inicia el menosprecio por el vehículo que ya no es capaz de
proporcionarnos los placeres de la juventud. Ahí principia la “utilidad” del alma; todo lo relativo a ella y las posibles conexiones que esta pueda tener con Dios
y el cielo.
Es en ese punto, la inminencia de la
muerte, cuando las religiones adquieren un valor trascendental en la
consciencia del hombre. Y ante el enredo
de las “enseñanzas morales” de estas, nace el espectro del miedo a la muerte,
el Infierno, el Diablo y toda la mitología que se ha formado alrededor de un
acto tan simple y vulgar como cualquier otro fenómeno de los que se dan en la vida. La
muerte suya, mía o de cualquiera, es un hecho intrascendente en la economía de la Naturaleza. Tan insignificante como la de un caballo, o de
uno de los millones de vacas que son torturadas y asesinadas para que nosotros
comamos un bisté. Nuestra muerte es
tan importante o tan anodina como la de una pulga, una iguana, una ballena o un
piojo; solo es una forma de vida que se extingue, una de los billones que hay
sobre el planeta. Los animales no se
cuestionan nada, “saben” el momento e intuyen su muerte, pero no hacen
aspaviento alguno ni inventan majaderías.
Los budistas hacen lo mismo. Saben que la muerte es el final del cuerpo y
la personalidad; y que después de un
período remanente en el mundo de las sombras, todo termina para el hombre
consciente del “yo soy yo”. Esa es la realidad, aunque hayamos inventado
mil cuentos para nuestra satisfacción y para paliar el miedo a las
consecuencias de una vida que hemos vivido sin moderación y sin ver a nuestro
prójimo como amigo. El Infierno solo es el terror que sentimos
cuando llegamos a un estado de conocimiento que nos advierte de la brevedad de
la vida. Y ese temor no desaparece por
las vías que propugnan los credos. Ese pánico
son las Erinias que nos persiguen
hasta los últimos momentos de nuestra vida; pero, principalmente, después de
ese tránsito desconcertante que no corresponde a casi ninguno de los postulados
erróneos de las religiones.
El mundo de las sombras, el reino de la muerte NO es lo que los pastores dicen. Solo los occidentales tenemos la increíble arrogancia de creer que el final de nuestras vidas es algo
importante; tanto que incluso suponemos que Dios y Jesucristo se toman la molestia de venir a juzgarnos para
ser condenados o absueltos de nuestros “pecados”. Eso sería como que cada cucaracha presumiera
que algún dios la debe juzgar por lo que hizo.
La Muerte,
más el agregado post mortem, es el final de todo. Ahí termina el hombre su papel y la personalidad se disuelve en la nada,
con todos sus recuerdos. Es inevitable,
y todos tenemos consciencia de eso, por más cuentos que nos hayan contado
acerca del cielo y otras historietas agradables. La complacencia de las religiones termina
ahí; por desgracia, cuando ese momento se da, no hay a quien reclamarle los
engaños de los cuales nos hicieron víctimas.
Pero hay un consuelo: después de muertos NADIE nos puede hacer daño en ningún sentido; solo nuestro propio MIEDO.
Nunca lo olviden.
Fraternalmente
Ricardo Izaguirre S. E-mail: rhizaguirre@gmail.com
Ricardo Izaguirre S. E-mail: rhizaguirre@gmail.com
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