viernes, 13 de enero de 2012

511 La cultura del miedo a la muerte


511     LA CHISPA     

Lema: “En la indolencia cívica del ciudadano, se fundamentan los abusos del Poder”

LA  CULTURA DEL MIEDO A LA MUERTE

            A pesar de ser la religión más bella desde el punto de vista ético, el budismo no cuenta con muchos seguidores en el occidente debido a ciertos postulados inaceptables para la cultura de la muerte que han desarrollado las religiones “bíblicas”.  Para los budistas, aquella es el final de todo, como en realidad lo es desde el punto de vista de la personalidad.  Con la muerte se acaba todo, sin importar que haya un período de “vida” post mortem.  El hombre consciente del “yo soy yo” termina ahí su papel.
            En cambio, nosotros hemos desarrollado la cultura de la vida eterna de una manera ilógica y, por supuesto, absolutamente indemostrable ni siquiera como posibilidad.  Y bajo la promesa de ese mundo imaginario, las sociedades se han entregado a infinidad de cultos judeo-cristianos que las llenan de todo tipo de promesas que van desde los escabrosos caminos del Infierno Eterno bajo la jurisdicción Satanás,  hasta la Vida Eterna a la par de Dios y Jesucristo, en una felicidad sin límites en un cielo absurdo e imposible de comprender de acuerdo con la naturaleza humana.  La fe y el deseo vehemente de colarse en tal Edén, hace que los hombres y mujeres les pasen por encima a todas las cuestiones lógicas que niegan la existencia de semejante lugar.  Y llenos de argumentos insostenibles a la luz de la razón, se aferran a sus sistemas religiosos que les prometen el Paraíso.  Pero así como defiendan con rabia la veracidad de sus creencias, con la misma furia y menosprecio les niegan validez a otras creencias como el hinduismo, budismo, Islam o las formas naturales mediante las cuales los aborígenes se explican la vida y su final.  Para los “cristianos” todo lo demás es motivo de risa y burla.
            Dentro de la cultura occidental existe un culto tenebroso (disimulado con el nombre de religión) acerca de la muerte; todo gira en torno a esta y al sitio adonde irán los muertos.  Y eso bajo la suposición, JAMÁS DEMOSTRADA, de que somos un compuesto de cuerpo y alma.   Pero el alma considerada como algo aparte que no participa en nuestras decisiones, como una especie de accesorio que se encarga de las cosas complejas de la espiritualidad.  Nada que tenga que ver con el mundo físico.  El sitio al que va el cuerpo lo sabemos muy bien y no nos preocupa; pero el destino del alma es otra cosa.  Mientras vivimos el cuerpo es todo, nuestro dios, nuestro ídolo al que le rendimos adoración, mimo y todas las atenciones posibles.  Es la personalidad, el  epicentro de todas las emociones y receptor de todos los deleites; vivimos para el goce corporal en todas las manifestaciones.  Sin embargo, cuando aquel se va agotando, los placeres se van haciendo más difíciles y elusivos, y eso nos introduce al reino del culto a la juventud.  A partir de ahí, nos preocupa todo lo concerniente a cómo conservarla, comienza el imperio del terror y se acentúa el miedo a la muerte.  La religión adquiere preponderancia.  En los viejos.  La promesa de la vida eterna (léase juventud) empieza a adquirir la magia que nos envuelve en esos años cuando vemos a los jóvenes con envidia y criticamos ferozmente las “locuras” que hacen.  En ese punto empezamos a hacer una obligada diferencia entre el cuerpo y el alma y, como necesidad de supervivencia, nuestra mente entabla una identificación con esta, y se inicia el menosprecio por el vehículo que ya no es capaz de proporcionarnos los placeres de la juventud.  Ahí principia la “utilidad” del alma; todo lo relativo a ella y las posibles conexiones que esta pueda tener con Dios y el cielo. 
            Es en ese punto, la inminencia de la muerte, cuando las religiones adquieren un valor trascendental en la consciencia del hombre.  Y ante el enredo de las “enseñanzas morales” de estas, nace el espectro del miedo a la muerte, el Infierno, el Diablo y toda la mitología que se ha formado alrededor de un acto tan simple y vulgar como cualquier otro fenómeno de los que se dan en la vida.  La muerte suya, mía o de cualquiera, es un hecho intrascendente en la economía de la Naturaleza.  Tan insignificante como la de un caballo, o de uno de los millones de vacas que son torturadas y asesinadas para que nosotros comamos un bisté.  Nuestra muerte es tan importante o tan anodina como la de una pulga, una iguana, una ballena o un piojo; solo es una forma de vida que se extingue, una de los billones que hay sobre el planeta.  Los animales no se cuestionan nada, “saben” el momento e intuyen su muerte, pero no hacen aspaviento alguno ni inventan majaderías.  Los budistas hacen lo mismo.  Saben que la muerte es el final del cuerpo y la personalidad; y que después de un período remanente en el mundo de las sombras, todo termina para el hombre consciente del “yo soy yo”.  Esa es la realidad, aunque hayamos inventado mil cuentos para nuestra satisfacción y para paliar el miedo a las consecuencias de una vida que hemos vivido sin moderación y sin ver a nuestro prójimo como amigo.  El Infierno solo es el terror que sentimos cuando llegamos a un estado de conocimiento que nos advierte de la brevedad de la vida.  Y ese temor no desaparece por las vías que propugnan los credos.  Ese pánico son las Erinias que nos persiguen hasta los últimos momentos de nuestra vida; pero, principalmente, después de ese tránsito desconcertante que no corresponde a casi ninguno de los postulados erróneos de las religiones. 
El mundo de las sombras, el reino de la muerte NO es lo que los pastores dicen.  Solo los occidentales tenemos la increíble arrogancia de creer que el final de nuestras vidas es algo importante; tanto que incluso suponemos que Dios y Jesucristo se toman la molestia de venir a juzgarnos para ser condenados o absueltos de nuestros “pecados”.  Eso sería como que cada cucaracha presumiera que algún dios la debe juzgar por lo que hizo.  La Muerte, más el agregado post mortem, es el final de todo.  Ahí termina el hombre su papel y la personalidad se disuelve en la nada, con todos sus recuerdos.  Es inevitable, y todos tenemos consciencia de eso, por más cuentos que nos hayan contado acerca del cielo y otras historietas agradables.  La complacencia de las religiones termina ahí; por desgracia, cuando ese momento se da, no hay a quien reclamarle los engaños de los cuales nos hicieron víctimas.  Pero hay un consuelo: después de muertos NADIE nos puede hacer daño en ningún sentido; solo nuestro propio MIEDO.  Nunca lo olviden.          
Fraternalmente          
                               Ricardo Izaguirre S.       E-mail:    rhizaguirre@gmail.com
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