567 “LA CHISPA”
Lema: “En la
indolencia cívica del ciudadano, se fundamentan los abusos del Poder”
NUESTRAS VIDAS SE RIGEN POR
OCURRENCIAS
Tanto hablamos de raciocinio,
metodología, sistemas organizativos y orden, que da la impresión de que los
seres humanos somos criaturas lógicas y con sentido común; pero ¡qué gran
diferencia existe entre lo que hablamos y lo que hacemos! Da risa ver lo que realizamos, y la medidas
que tomamos para resolver nuestros problemas cotidianos, sin importar que sean
minucias o cosas muy serias. Somos dados a creer lo que sea, si en
eso vemos alguna conveniencia o posibilidad de obtener un beneficio particular
o, al menos, satisfacción. Siempre y
cuando sea agradable a nuestro gusto, estamos dispuestos a poner nuestra FE en
cualquier idiotez, ya se trate de relaciones sociales, laborales, económicas, personales
o religiosas.
A los hombres basta con que nos den
un sistema coherente (real o no, eso
no importa), agradable, sin sacrificios y con premios al final, y de inmediato
armamos una religión, una escuela filosófica, una logia, un partido político,
una fraternidad o un club de cualquier cosa.
Y con tal de que los demás se traguen nuestras creencias, estamos
dispuestos a simular que aceptamos las de ellos; desde luego, si se encuentran
dentro de la misma línea de pensamiento
a la que pertenecemos. Si admiten mis
milagros, verdaderos o no, yo tolero los de ellos. Si comulgan con mis logros personales, yo creo
en los de ellos. Si me consideran un “hermano”
buena persona, estoy dispuesto a simular todo lo que sea necesario para que
sigan pensando que lo soy. Vean que solo
son ocurrencias más o menos
divertidas, más o menos inocuas, pero que denotan lo superficiales que
somos. Incluso la planificación de
nuestras vidas responde a este tipo de conducta, y pensamos que ahí de camino
podemos ir arreglando las cargas. Que
algo tendrá que suceder que venga a componer aquello que ha resultado de nuestro
sistema
de ocurrencias. “Ahí veremos qué pasa…algo debe salir”… como
si nuestra existencia fuera una especie de ruleta rusa.
Si se nos antoja que estamos gordos,
hacemos caso de cuanta majadería nos digan por televisión, radio o
periódicos. Si cualquier avivato inventa una dieta determinada o unas pastillas
fabricadas con testículos de tiburón, que nos garantizan una figura tan esbelta
como la de esos bichos, de inmediato empezamos a consumir la “Squalus delgadus” sin establecer ningún
juicio racional. Si alguien nos dice que
con siete, ocho, nueve o catorce vasos de agua que nos traguemos nos pondremos
como Daniel Day Lewis o Nicole Kidman, de inmediato empezamos a tragar agua
como locos, sin importarnos el daño que podamos hacer a nuestros riñones. Sobre todo si NO tenemos que MODERARNOS
en la comida. Vivimos creyendo en cosas
ilusas que es posible obtener sin esfuerzo alguno. Creemos que es posible progresar
económicamente sin trabajar ni ahorrar.
Por eso jugamos lotería, nos metemos a la política o nos hacemos
“pastores”. Y así vamos construyendo
(¿?) nuestras vidas a base de improvisaciones surgidas de la nada, y a las
cuales llamamos de manera arrogante: planificación. Creemos que podemos ser “intelectuales” sin
estudiar, solo porque podemos hablar o escribir un poco de paja. Basta cualquier salida de un amigo, pariente o persona que consideremos culta, para
que tomemos decisiones vitales fundamentadas en suposiciones.
Nos casamos por una serie de
ocurrencias en serie (de otras personas), y no porque haya algún razonamiento
que nos convenza de que ese es un estado ideal para el resto de nuestras
vidas. Y también nos decimos que sería
una belleza tener unos tres o cuatro chiquitos bonitos, rosaditos y redonditos
que perpetúen nuestra eximia prosapia,
sin detenernos a pensar ni por un segundo, el tremendo compromiso con el que
arruinamos nuestras vidas y lo que se nos viene encima. Porque sin “las explicaciones de
consolación”, eso es lo que nos pasa. No
importa la dialéctica que hayan inventado para hacer tolerable esa
desgracia. Y en ese áspero y complejo
camino, se nos van ocurriendo cosas para ir superando los sacrificios,
privaciones e incomodidades de lo que están plagadas la maternidad y paternidad.
Y para justificar la metida de pata, se nos antoja que el placer de ver a
nuestros hijos ya realizados, valió la pena.
Y que estar al lado de nuestra viejita o viejito, compensa toda la
amargura del largo recorrido atados al yugo monótono de la carreta
familiar.
Y para terminar de joder la cosa,
cuando ya sentimos la proximidad de “la pelona”, suponemos que nos podemos convertir
en santos solo porque ya somos viejos
y, supuestamente, ya no podemos
pecar. Actuamos con una diligencia increíble en todos los aspectos que tienen
que ver con la “salvación”. Es cuando
estamos dispuestos a encontrar el mal en todo y nos hacemos especialistas en el
“pecado ajeno”. En especial, de los
jóvenes, que hacen las locuras que ya la
edad nos tiene vedadas. También creemos en cualquier disparate que nos
pueda catapultar hasta lo más alto del Paraíso Celestial; pero es entonces
cuando, paradójicamente, somos más vulnerables a las ocurrencias de los otros: pastores,
curas y cuanto bribón se atraviese en nuestras vidas, siempre y cuando estas
tengan implícita la promesa de un fácil y rápido ingreso al cielo
Esa es la última salida de una
vida plagada de necedades: creer que hay
caminos fáciles hacia las grandes metas.
Después de millones de payasadas improductivas en una larga vida de
fracasos, todavía continuamos creyendo que basta una viveza final para poner a
derecho una lista interminable de errores, daños, chifladuras, imprudencias y
mala vida que hemos llevado. Y la peor ocurrencia
de todas es aquella que, para satisfacción de nuestra manera irresponsable de
actuar, es suponer que las cosas serán de la manera que a nosotros nos gustaría
que fueran. Sin embargo, todos nos creemos racionales y ordenados, y estamos
dispuestos a apearle los dientes a cualquiera que no reconozca esas sobresalientes
virtudes que tenemos a montones; aunque basta una fugaz mirada a todos
los disparates que hemos cometido en los últimos días para darnos cuenta de lo
contrario.
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