893 “LA CHISPA”
Lema: “En la indolencia cívica
del ciudadano, se fundamentan los abusos del Poder”
EL HIJO PREFERIDO
¿Queremos
por igual a todos los que creemos querer?
¿Nunca le ha asaltado la duda de cómo está repartido su afecto entre sus
hijos? ¿Está seguro-a de que a todos los
quiere por igual? Como esta es una
situación delicada que podría herir a los demás, nos vemos obligados a las
generalizaciones complacientes en las cuales solemos afirmar, incluso con
vehemencia, que tenemos iguales sentimientos por todos aquellos que forman
nuestro círculo de afectos; desde luego que en diversos niveles. Entonces hacemos una especie de gavetero que,
sin que signifique nada, creemos que sirve para justificar la intensidad del
amor que le profesamos a cada grupo de personas allegadas a nosotros; para
darle cierto rango honroso a cada uno de los afectos que les brindamos a los
demás: cónyuges, padres, hermanos, hijos, primos, amigos etc. etc. Y damos por un hecho que cada conjunto se
explica por sí mismo y que goza de cierta cuota de amor que nadie ha
cuantificado nunca pero que todos damos por válida. “Ah,
el amor a los hermanos es distinto al de los hijos”. Y eso es suficiente. “El
amor a los padres es una cosa, pero el de los amigos, otra”. ¿Por qué? ¿Por qué no queremos admitir que hay afectos de segunda, tercera o cuarta categoría? ¿Por qué nos asusta la idea de admitir que
hay personas a las que queremos más? Y eso incluye a los hijos. Con esa clasificación pretendemos evadir un peliagudo
problema sobre el cual NO QUEREMOS
dar explicación alguna.
Como
la predilección se considera una especie de “pecado social o familiar”, casi
todos tenemos la tendencia a parapetarnos detrás de un ficticio nivelador que,
además de los grupos afectivos, fabrica el rasero complaciente que asegura que:
“Yo los quiero a todos por igual”. Un comodín fácil que nos hace quedar bien
con todos, especialmente con el espinoso problema de los hijos. Nunca hemos definido qué es lo que determina
la condición de “amigo”, pero suponemos que es la seguridad, simpatía y placer
que nos proporciona alguien. El tiempo
de esa relación, además una serie de factores imponderables que casi siempre
tienen que ver con la tolerancia (alcahuetería) que nos tengan; porque si no es
así, esa persona se descalifica como amigo-a.
Generalmente los mejores amigos
son los más serviles con nuestro carácter.
Aquellos a los que podemos manipular a nuestro antojo. Y para ellos existe en nuestro gavetero un
sitio especial y único. Los padres
tienen el suyo, y este corresponde a una especie de estándar establecido por
las reglas sociales aceptadas y no por el corazón de cada uno. Se
quiere más al papá, o a la mamá; y nadie los quiere por igual. Además, confundimos la dependencia y
conveniencia con el amor. Incluso a
veces los odiamos cuando no son complacientes con nuestros caprichos. También es común que nuestros hijos nos
aborrezcan en ciertas circunstancias. Y
eso es una verdad que no podemos negar.
El asunto, pues, es una cuestión de
honestidad con uno mismo. ¿Quiero a
todos por igual? La respuesta debería
ser un NO absoluto, pero las reglas
sociales nos impiden admitirlo públicamente, aunque en nuestro interior sospechemos
la verdad. La gente es como la ropa o
los zapatos; hacemos querencia con ellos.
Como con cierto vestido, chancletas o camisa. Los usamos y usamos y usamos hasta que los
acabamos, aunque tengamos otros chuicas. Sin embargo, somos capaces de admitir
la predilección por un amigo-a sin sonrojarnos demasiado; incluso por una
mascota (perro, gato, amigo-a); podemos tomarnos la libertad de hacerlo con los
hermanos porque, después de todo, a estos les importa un bledo nuestros
sentimientos (regla casi general). Más
delicado es con los padres. Pero el
terreno completamente vedado para expresar ese criterio es con los hijos.
Ahí se nos paran los pelos de punta y aplicamos la regla salvadora: “Los quiero por igual”. Aunque algo por dentro nos diga que eso no
es cierto, incluso en los que nunca se han planteado el problema
seriamente. Con ellos, jamás admitiremos
que hay cariños de segunda. Pero a un
observador desapasionado, le basta poco para darse cuenta de la predilección
paterna o materna.
El amor de primera siempre está
justificado por cuestiones muy simples y se le da otro nombre y otra
connotación: “Porque es el más chiquito,
el más enfermito, el más inteligente, servicial, agradecido, bonito, el más burro,
colérico, insolente o solitario”. No
importa qué, siempre hay un motivo con el cual justificar las preferencias
obvias por alguno de los miembros de la prole.
Siempre hay un hijo-a al que se
quiere más, aunque los padres prefieran ir a la horca antes que
admitirlo. Y este conflicto moral surge
de ciertas reglas sociales absurdas que suponen que el afecto es un resultado
biológico automático y obligatorio, y no una condición afectiva que se debe
cultivar cada día. Un hijo díscolo e
insolente NO puede inspirar la misma
respuesta que la de uno dócil y cariñoso, por más que tratemos de
engañarnos. ¿Qué creen ustedes? ¿Han pensado en esto en su interior, sin la
obligación de decírselo a nadie? ¿Sin
sentimiento de culpa? El amor NO es una obligación que surge,
forzosamente, del parentesco que nos ligue con alguien. Hay diversos niveles afectivos, aún dentro de
esas categorías sociales que hemos establecido para satisfacción de nuestra
conciencia. Y esto es válido para
todos. Yo tengo dos perros y quiero más
a uno. ¿Por qué? No lo sé, pero puedo admitirlo ante ustedes;
sin embargo, ni en el potro de tormento me harían decir a cuál de mis hijos
quiero más. A todos los quiero por igual. ¿Qué quieren que les diga, si yo también soy
producto de esas reglas sociales?
Sí,
mis queridos amigos, hay amores de primera, segunda y otras categorías, pues los humanos todavía no tenemos la
capacidad de Amar desinteresadamente; siempre queremos algo a cambio,
aunque solo sea una mirada dulce o una sonrisa luminosa. Que tan solo nos toquen la cabeza cariñosamente,
como a los zaguates. Como no hemos
alcanzado ese nivel de altruismo del que hablan los santos, necesitamos alguna
recompensa que justifique nuestros afectos de primera; y ese se lo ganan los
que más nos devuelven. Nos guste o no, así funciona la especie; por
lo tanto, no debemos tener sentimientos de culpa… si es que en algún momento
este asunto nos ha perturbado. Todos
entendemos el porqué nos quieren más o menos que a los otros; además, el cariño
NO es obligatorio; este es como una
plantita que nos siembran en el corazón: si la cuidamos florece, si no, se pone
triste y se va extinguiendo.
Que tengan un lindo domingo
RIS E-mail: rhizaguirre@gmail.com
Blogs La Chispa http://lachispa2010.blogspot.com/ con link a Librería en Red
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