viernes, 23 de agosto de 2013

893 El hijo preferido



893    LA CHISPA    
Lema: “En la indolencia cívica del ciudadano, se fundamentan los abusos del Poder”
EL HIJO PREFERIDO                      
            ¿Queremos por igual a todos los que creemos querer?   ¿Nunca le ha asaltado la duda de cómo está repartido su afecto entre sus hijos?  ¿Está seguro-a de que a todos los quiere por igual?  Como esta es una situación delicada que podría herir a los demás, nos vemos obligados a las generalizaciones complacientes en las cuales solemos afirmar, incluso con vehemencia, que tenemos iguales sentimientos por todos aquellos que forman nuestro círculo de afectos; desde luego que en diversos niveles.  Entonces hacemos una especie de gavetero que, sin que signifique nada, creemos que sirve para justificar la intensidad del amor que le profesamos a cada grupo de personas allegadas a nosotros; para darle cierto rango honroso a cada uno de los afectos que les brindamos a los demás: cónyuges, padres, hermanos, hijos, primos, amigos etc. etc.  Y damos por un hecho que cada conjunto se explica por sí mismo y que goza de cierta cuota de amor que nadie ha cuantificado nunca pero que todos damos por válida.  “Ah, el amor a los hermanos es distinto al de los hijos”.  Y eso es suficiente.  “El amor a los padres es una cosa, pero el de los amigos, otra”.  ¿Por qué?   ¿Por qué no queremos admitir que hay afectos de segunda, tercera o cuarta categoría?  ¿Por qué nos asusta la idea de admitir que hay personas a las que queremos más?  Y eso incluye a los hijos.  Con esa clasificación pretendemos evadir un peliagudo problema sobre el cual NO QUEREMOS dar explicación alguna.
            Como la predilección se considera una especie de “pecado social o familiar”, casi todos tenemos la tendencia a parapetarnos detrás de un ficticio nivelador que, además de los grupos afectivos, fabrica el rasero complaciente que asegura que: “Yo los quiero a todos por igual”.  Un comodín fácil que nos hace quedar bien con todos, especialmente con el espinoso problema de los hijos.  Nunca hemos definido qué es lo que determina la condición de “amigo”, pero suponemos que es la seguridad, simpatía y placer que nos proporciona alguien.  El tiempo de esa relación, además una serie de factores imponderables que casi siempre tienen que ver con la tolerancia (alcahuetería) que nos tengan; porque si no es así, esa persona se descalifica como amigo-a.  Generalmente los mejores amigos son los más serviles con nuestro carácter.  Aquellos a los que podemos manipular a nuestro antojo.  Y para ellos existe en nuestro gavetero un sitio especial y único.  Los padres tienen el suyo, y este corresponde a una especie de estándar establecido por las reglas sociales aceptadas y no por el corazón de cada uno.   Se quiere más al papá, o a la mamá; y nadie los quiere por igual.  Además, confundimos la dependencia y conveniencia con el amor.  Incluso a veces los odiamos cuando no son complacientes con nuestros caprichos.  También es común que nuestros hijos nos aborrezcan en ciertas circunstancias.  Y eso es una verdad que no podemos negar. 
            El asunto, pues, es una cuestión de honestidad con uno mismo.  ¿Quiero a todos por igual?  La respuesta debería ser un NO absoluto, pero las reglas sociales nos impiden admitirlo públicamente, aunque en nuestro interior sospechemos la verdad.  La gente es como la ropa o los zapatos; hacemos querencia con ellos.  Como con cierto vestido, chancletas o camisa.  Los usamos y usamos y usamos hasta que los acabamos, aunque tengamos otros chuicas. Sin embargo, somos capaces de admitir la predilección por un amigo-a sin sonrojarnos demasiado; incluso por una mascota (perro, gato, amigo-a); podemos tomarnos la libertad de hacerlo con los hermanos porque, después de todo, a estos les importa un bledo nuestros sentimientos (regla casi general).  Más delicado es con los padres.  Pero el terreno completamente vedado para expresar ese criterio es con los hijos.  Ahí se nos paran los pelos de punta y aplicamos la regla salvadora: “Los quiero por igual”.   Aunque algo por dentro nos diga que eso no es cierto, incluso en los que nunca se han planteado el problema seriamente.  Con ellos, jamás admitiremos que hay cariños de segunda.  Pero a un observador desapasionado, le basta poco para darse cuenta de la predilección paterna o materna.           
            El amor de primera siempre está justificado por cuestiones muy simples y se le da otro nombre y otra connotación: “Porque es el más chiquito, el más enfermito, el más inteligente, servicial, agradecido, bonito, el más burro, colérico, insolente o solitario”.  No importa qué, siempre hay un motivo con el cual justificar las preferencias obvias por alguno de los miembros de la prole.  Siempre hay un hijo-a al que se quiere más, aunque los padres prefieran ir a la horca antes que admitirlo.  Y este conflicto moral surge de ciertas reglas sociales absurdas que suponen que el afecto es un resultado biológico automático y obligatorio, y no una condición afectiva que se debe cultivar cada día.  Un hijo díscolo e insolente NO puede inspirar la misma respuesta que la de uno dócil y cariñoso, por más que tratemos de engañarnos.  ¿Qué creen ustedes?  ¿Han pensado en esto en su interior, sin la obligación de decírselo a nadie?  ¿Sin sentimiento de culpa?  El amor NO es una obligación que surge, forzosamente, del parentesco que nos ligue con alguien.  Hay diversos niveles afectivos, aún dentro de esas categorías sociales que hemos establecido para satisfacción de nuestra conciencia.  Y esto es válido para todos.  Yo tengo dos perros y quiero más a uno.  ¿Por qué?  No lo sé, pero puedo admitirlo ante ustedes; sin embargo, ni en el potro de tormento me harían decir a cuál de mis hijos quiero más.  A todos los quiero por igual.  ¿Qué quieren que les diga, si yo también soy producto de esas reglas sociales?
            Sí, mis queridos amigos, hay amores de primera, segunda y otras categorías, pues los humanos todavía no tenemos la capacidad de Amar desinteresadamente; siempre queremos algo a cambio, aunque solo sea una mirada dulce o una sonrisa luminosa.  Que tan solo nos toquen la cabeza cariñosamente, como a los zaguates.  Como no hemos alcanzado ese nivel de altruismo del que hablan los santos, necesitamos alguna recompensa que justifique nuestros afectos de primera; y ese se lo ganan los que más nos devuelven.  Nos guste o no, así funciona la especie; por lo tanto, no debemos tener sentimientos de culpa… si es que en algún momento este asunto nos ha perturbado.  Todos entendemos el porqué nos quieren más o menos que a los otros; además, el cariño NO es obligatorio; este es como una plantita que nos siembran en el corazón: si la cuidamos florece, si no, se pone triste y se va extinguiendo.
               Que tengan un lindo domingo
                                                                RIS                       E-mail: rhizaguirre@gmail.com
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