1034 “LA CHISPA”
Lema: “En la indolencia cívica del
ciudadano, se fundamentan los abusos del Poder”
AL FIN DE CUENTAS, ¿QUÉ DEBEMOS COMER?
Si les hacemos caso a los dietistas nos
volvemos locos. Unos nos dicen que los
frijoles son buenos; otros, que son dañinos, indigestos y que nos llenan de
gases. Lo mismo con el arroz o los
garbanzos. Unos afirman que la sal es mala, pero otros nos dicen que
el sodio es indispensable. Algunos
afirman que la leche es un veneno que no debe ser consumido por humanos,
mientras que la “Dos Pinos” asegura que es la única comida que necesitamos para
vivir. Millones apostatan en contra de
la carne, mientras que médicos y dietistas sostienen que es un alimento
indispensable en la dieta de todo el mundo, incluyendo a los lactantes, por lo
cual, la “Jerber” fabrica papillas infantiles de esa sustancia (¿?). Los quesos maduros, además de oler a pata, se
dice que son tremendamente indigestos; pero los queseros dicen que es una
comida de las más completa en cuanto a elementos nutritivos. Incluso las verduras están sujetas a
discusión. Y en el colmo de la
confusión, ahora resulta que incluso las frutas son un peligro mortal debido a
la fructosa. Es sorprendente cómo se las
han arreglado los de la industria alimentaria para confundirnos y guiarnos
sutil o brutalmente, hacia el consumo de la chatarra que nos venden en los más
variados y atractivos envoltorios. Si
resulta que las frutas son dañinas, no nos queda nada qué comer. A menos que sean frutas enlatadas por la
industria y que sean irradiadas para matarles la mortífera fructosa. Después de toda una vida de consumir frutas
por recomendación de médicos y dietistas, resulta que estas son peligrosísimas
y que nos estamos suicidando con ellas.
Entonces, ¿qué debemos creer o comer?
¿Abandonamos el consumo de papaya, mangos, piñas, bananos y todas las
delicias tropicales? ¿O solo son dañinas
las frutas de los países tercermundistas?
Claro que esto obligaría a los países subdesarrollados a abrir las
puertas de sus mercados a la avalancha de frutas provenientes de Europa y
Norteamérica. Enlatadas, principalmente.
Todo
está fríamente calculado. A los de la
industria alimentaria no se les escapa nada¸ su más caro sueño es que llegue el
día en que nadie consuma nada que no sea empacado, embotellado o enlatado por
ellos. Cuando el suministro total de
alimentos sea controlado por ellos.
Comida chatarra y venenosa (eso qué importa) que pueda resistir siglos
en los almacenes, fábricas y centros de
distribución. Cuando ya no se vea en los
mercados ningún alimento perecedero.
Cuando todo sea enlatado y eterno.
Sin pérdida ni riesgo alguno. Ese
es el sueño de la industria.
Los
amos de este negocio trillonario han logrado que todo producto de la tierra que
no sea “tratado debidamente” por ellos, se considere como un peligro para la
salud. En una conspiración increíble,
han logrado que todos los gobiernos del mundo consideren incluso al agua
natural, como un potencial veneno si no es tratada con todo tipo de químicos
cuyos efectos dañinos en el cuerpo nadie quiere admitir. Un ejemplo de estos es el cloro, sustancia
tan venenosa y corrosiva que incluso destruye las cañerías metálicas por donde
es conducido. Sin embargo, la cloración
del agua es obligatoria en todo el mundo, a pesar de que hay científicos que
afirman que el cloro es la causa principal del cáncer estomacal y otras
dolencias del tubo digestivo. Pero ¿le
importa eso a alguien? Parece que no,
pues la autoridad médico-sanitaria está por encima de cualquier protesta de los
legos en la materia. Magister dixit.
La
confabulación es todopoderosa, y bajo el antifaz y pretexto de la “Salud
Pública”, se ha impuesto a todas las sociedades no solo una forma de
alimentación, sino que se han hecho casi obligatorias las más variadas normas
que, en el fondo, solo benefician a las grandes compañías de la industria
alimentaria. Y ni qué decir de las
farmacéuticas y su infinidad de “alimentos” artificiales que constituyen el más
grande fraude que podamos imaginar. Millones
de reconstituyente, vitaminas y minerales son vendidos masivamente a personas
que, nulificado su sentido común por una insidiosa propaganda, suponen que
consumiendo una docena de tarros de variadas pastillas, van a tener una
nutrición perfecta, balanceada y sana. Y
en esto, esa extraña casta de gente que se hace llamar “dietistas”, son los
principales cómplices de este criminal negocio.
Dietistas y técnicos en el arte del adelgazamiento, constituyen una
plaga moderna al servicio de las industrias farmacéutica y alimentaria. De parte de esta gente, jamás escucharemos un
consejo fundamentado en el estudio o investigaciones científicas; ellos solo
repiten como loros lo que sus patrocinadores les ordenan; para eso reciben su
respectivo pago. Su actividad es
dogmatismo puro.
Es
por eso que en Europa las sociedades se han organizado para exigir de las
industrias alimentaria y farmacéutica, una serie de garantías destinadas a la
preservación de la salud; a demandar claridad en todo, en los procedimientos y
en la calidad de los componentes que se les añaden a los alimentos, drogas e
incluso cosméticos. Allí los pueblos han
entendido que solo ellos pueden garantizar su propia salud, porque las
industrias han demostrado que lo único que les importa son las ganancias
millonarias. También los ciudadanos
saben que de los gobiernos no van a obtener ninguna protección. Los funcionarios son comprables y como estas
industrias disponen de millones para el soborno, este está a la orden del
día. Solo las sociedades organizadas son
las únicas que pueden ponerle coto al abuso de las industrias. Solo al consumidor organizado le temen estos
monstruos comerciales.
¿Tiene
usted idea de cuántas porquerías les agregan a los alimentos para que estos
puedan permanecer incorruptos en sus envases durante años y años? ¿Qué clase de carroña es un atún o salmón que
tiene tres o cuatro años de enlatado? Y
la industria sabe que este nunca se va a descomponer, pues es algo así como las
momias egipcias. Lo más que han logrado
los gobiernos es que los fabricantes pongan en las etiquetas una fecha de
vencimiento, la cual puede ser burlada de mil maneras.
Entonces,
¿qué podemos hacer? ¿Estamos
indefensos? Parece que sí; al menos en
el tercer mundo, en donde el criterio de los ciudadanos vale un tacaco. Por estos lados, dar una opinión que incomode
la autoridad de los dietistas y las industrias puede costarnos una demanda o,
por lo menos, unas amenazas e insultos, como los que le hicieron a este
periodiquito debido a unos comentarios que se hicieron sobre la industria de
los cosméticos. Los ministerios de salud
de estos países, solo suelen ser los voceros de la voluntad de las
farmacéuticas y empresas alimentarias; y valiéndose del principio de autoridad
y el gancho de la salvaguarda de la salud pública, incluso obligan a la gente a
vacunarse en contra de enfermedades fantasmas y plagas globales que nunca
llegan a concretarse. ¡Terrorismo puro! Como la farsa del H1N1, que llevó torrentes
de dinero a las farmacéuticas.
El dilema que deberían plantearse las
sociedades ricas, y los grupos ricachones de las sociedades pobres, es la
cuestión de qué comer. La calidad de los
alimentos, su preparación industrial y muchos problemas más, deben formar la
agenda de supervivencia de millones de personas que, dada su capacidad de
consumo y de atarugarse de cuanto les dé la gana, han llegado al borde de un
peligroso abismo que tiene que ver con multitud de enfermedades derivadas de
una alimentación inadecuada. No de virus ni bacterias, sino de químicos
adicionados a los alimentos procesados. Somos
sociedades víctimas que no tenemos control alguno sobre las porquerías que nos embuten las industrias de la
alimentación. Pero sobre todo, de la
gordura y todas sus funestas consecuencias que constituyen un verdadero azote
en los conglomerados humanos que no hacemos racional uso de nuestras
posibilidades alimenticias.
Fraternalmente
RIS
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