1018 “LA CHISPA”
Lema: “En la
indolencia cívica del ciudadano, se fundamentan los abusos del Poder”
Una Rosa del Líbano: un dulce recuerdo
de siempre
Había una vez, allá en un lejano Limón,
una Rosa bellísima importada del Líbano.
¿Cómo llegó hasta allí? Apenas
tengo una noción de cómo fue el periplo que hizo que esta hermosa dama viniera
a recalar a estas playas del Caribe. Vino en un barco desde Beirut hasta
Francia, y de allí a Cuba, puerta de entrada a toda la América Latina. ¿Fue por error de geografía que se dirigieron
a Limón? ¿O fue intencional? No recuerdo si me lo dijo, el caso es que llegó,
con su marido, a las pedregosas playas de ese bucólico Limón de principios del
siglo pasado. Joven, bella, alegre y
decidida, esta dulcísima mujer desembarcó en la costa que debería ser su nuevo
hogar hasta el último día de su vida. Y
aunque es posible que siempre conservara el deseo de retornar al solar paterno,
nunca me lo dijo… y creo que a nadie. Amaba demasiado a los suyos como para
inquietarlos con sus personales e íntimos dolores. Allí procreó una ejemplar
familia que habría de ser su motivo de orgullo y felicidad. Esta Rosa, Warde en árabe, habría de ser el imán que mantuvo unida a su
familia durante toda su vida… y más allá; mujer de carácter amable a la vez que
acerino, supo llevar con mano firme y serena, el timón de la nave que era su
familia. Warde Saeed Rogie, la dama de la Rosa. De la Rosa que, nacida en el bello y lejano
Líbano, vino a Costa Rica a inyectar una sangre fértil y poderosa, que habría
de convertirse en una auténtica colmena de hombres y mujeres de bien; una
colonia ya tan numerosa y mezclada con apellidos costarricenses, que es casi
imposible adivinar su origen en la tierra de los cedros.
Mujer de fe inconmovible, supo inculcar
en sus hijos en materia religiosa, la versión cristiana que diferencia al
Líbano de aquel mar musulmán que lo rodea.
Su delicioso español, matizado con palabras árabes que aprendí de su
boca, era embrujador y subyugante; un enigma siempre presente y vivo que nunca
dejó de intrigarme. ¿Qué hacía esa Rosa
tan tierna, tan lejos de su tierra? Las
explicaciones corrientes no me satisfacen, y yo he inventado, durante muchos
años de recuerdos, una historia de amor llevada hasta los límites de lo
imposible. Doña Warde amó a su marido
con esa pasión árabe que convierte lo común en poesía viviente, en oasis
reconfortante para el sediento viajero. Y en pos de una tierra allende los
mares, se embarcó con él para acompañarlo en su periplo definitivo, por el
resto de sus vidas. A una tierra extraña
y talvez hostil. Pero nada logró quebrar
su firme determinación de correr el riesgo a que la obligaba su amor. Y se enamoró de este terruño, de la tierra de
sus hijos; y se ancló para siempre en una nación de donde nunca volvería. Tuvo que olvidarse de las montañas nevadas
del Líbano, de sus bosques de cedros y de todo el entorno poético en donde pasó
su niñez y juventud. Por el amor a sus
hijos y marido, tuvo que quemar las naves de la posibilidad de retorno, y en su
corazón convirtió a Costa Rica en su patria espiritual, cuando entendió que
solo había un camino… en una sola dirección...
Doña Rosa es un ser excepcional, que dejó una marca indeleble en la memoria
de cuantos tuvimos la dicha de gozar de la ternura de su gran corazón; esta
mujer no conocía de bajas pasiones ni cuestiones miserables. Sus miras siempre estaban puestas en metas
que eran difíciles de entender por los espíritus mezquinos. Pero todos los que estuvimos bajo su
influencia, aunque solo fuera por un chispazo de tiempo, sentimos la dulce y
confortadora presencia de aquel espíritu poderoso. Talvez sus hijos no lo notaron tanto porque
esa fue la atmósfera en la que vinieron al planeta; el ambiente en el que se
criaron, vivieron y viven todavía. Algo
familiar y cotidiano. Pero los que
éramos ajenos a ese mundo, sí sentimos sobre nosotros el hálito sublime de una
presencia superior; la de una especie de ángel llamado Warde (o Guarda) que
veló celosamente por su familia y por todos los que tuvimos la dicha, aunque
solo fuera como una exhalación, de encontrarnos bajo su cobijo amoroso y
tierno. Por ella me convertí en árabe y amante
del Líbano; también por ella aprendí una docena de palabras en el idioma del
Profeta. Que ya casi se me han olvidado.
Jamás
me dijo que añoraba al Líbano, sin embargo, cuando me contaba cuentos de su
tierra, se veía en sus ojos esa nostalgia siempre dolorosa que nos produce la
ausencia de la patria; y en el cáliz de esta Rosa, siempre hubo un charquito de
sangre derramada por esos recuerdos lacerantes de su hogar paterno. El lenguaje del Amor es muy extraño, y para
esa época yo era muy joven y no podía entender los silencios entre las palabras
de doña Rosa; y mucho menos, sus sentimientos.
Sin embargo, siempre me fueron claros sus afectos; siempre supe, no sé
cómo, que yo tenía un lugarcito preferente en su corazón, algo que hasta hoy me
llena de profunda dicha y agradecimiento.
No tengo la menor idea del porqué me quiso, pero sé que así fue; yo fui
su yerno preferido, cuestión que me llena de legítimo orgullo.
¿Qué hace una Rosa del Líbano tan lejos
de su suelo nativo, de su lengua, de su raza y sus recuerdos, de la nieve y de
sus cedros? La razón original solo la he
supuesto; pero la que justificó su largo sacrificio
posterior sí la entiendo bien: sus hijos.
Esta encantadora dama, que tenía un humor picante, fue un manantial de
amor, una fuente de dulzura, un ejemplo viviente de lo que es o debe ser una
Vestal de la familia; ella mantuvo ardiendo esa llama sagrada durante toda su
vida; sin importar los vendavales, nubarrones e incomodidades de la rutina o
los desafíos que plantea un país nuevo y un lenguaje extraño. Provista de un carácter a prueba de todo,
logró imponerse a toda adversidad, y como aporte personal a esta nación
generosa que le brindó acogedor nido, ella la sembró de niños y niños y niñas y
niñas. De una innumerable y honrosa
estirpe.
Terminada su misión principal aquí abajo, se
retiró a su mansión del cielo desde donde, por siempre, ejerce una cuidadosa
vigilancia sobre su prole terrenal.
Siempre activa, siempre generosa, siempre presta a interceder por los
suyos y los ajenos. Por eso, santa
Warde, espero estar en la lista de los que gozamos de tus cuidados, mimos y
buenos augurios. Así que no importa cómo
o cuándo me vaya, sé que cuento con una aliada poderosa al otro lado del río de
la vida. Un ángel que alguna vez me
cubrió con su dulce mirada y me hizo sentir que la tierra también puede ser
cielo, si nos cobija el amor de personas tan especiales como doña Warde, la cariñosa
Rosa del Líbano, y que vino a enriquecer de hijos este suelo americano.
La antigua y ubérrima semilla agarena,
en el surco amoroso y gentil de la Nueva Patria.
Que Dios te Warde, dulce Rosa del
Líbano.
Tu yerno
RIS Correo: rhizaguirre@gmail.com
Entrada
al blog “LA CHISPA” http://lachispa2010.blogspot.com/
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