jueves, 7 de marzo de 2013

991 ¿Existen los ángeles?



991    LA CHISPA
Lema: “En la indolencia cívica del ciudadano, se fundamentan los abusos del Poder”
¿EXISTEN LOS ÁNGELES?
            ¡Claro que sí!  Hará cuestión de 17 años, yo “conocí” al primero de ellos.  La cosa fue así: un querido amigo se estaba “deshaciendo” de una camada de perritos y, antes de que yo me diera cuenta, me endosó uno de ellos.  Era tan feíto que cuando lo vi, solo pensé: “¡Qué bichito más feo!”.   Hasta ese momento, yo solo era capaz de ver el antifaz, el aspecto externo de las cosas y la gente.  Y de los animalitos.   Creía que eso era todo, que viendo el exterior, ya sabía la totalidad.  Desconocía que detrás de la fachada, se puede encontrar una gran belleza o fealdad, con la respectiva escala entre ambos extremos.  Lejos estaba de imaginar lo que esa alegre criaturita habría de significar en mi vida y de cómo habría de cambiar algunos aspectos de mi personalidad.                                
        Como todos los cachorritos, era alegre, juguetón y absolutamente confiado en que yo tendría que quererlo.  ¿Por qué no?  Él me amó instantáneamente cuando miró en el fondo de mis ojos.  Entonces, ¿qué otra cosa podía hacer yo?  Sin decir agua va, me vi comprometido en algo que no había pensado: amar a un zaguate.  Y esa fue su tarea durante los próximos días, meses y años.  Diez, que duró su vida terrena a mi lado.  Cuando lo vi por primera vez, me vio a los ojos y algo se conectó en alguna parte de nosotros.  Confieso que yo pensaba regalárselo a alguien, pero él estaba seguro de que yo lo llegaría a querer, pues su misión era la de cambiar una parte de mi vida; darme una lección que tendría que aprender de ese indefenso angelito que había aterrizado en mi vida. 
            Miqui se llamó.  Y “creció” hasta un tamaño que no pasaba de los treinta centímetros.  Era chiquito, negro como un diablillo, ojos saltones y los dientes de abajo “salidos”.  Era, sin embargo, un atleta bellísimo; diminuto, pero con una musculatura  maravillosa que se dibujaba íntegra bajo su pelaje brillante; parecía uno de esos fisiculturistas mantecosos que salen en las revistas.  Cuando lo llevaba al parquecito del barrio, era el terror de los chiquillos que lo provocaban y llamaban por su nombre; ellos se divertían y él era feliz persiguiéndolos hasta que se colgaban de la malla del play ground.  Era un juego en donde todos nos divertíamos, pues dado su tamaño insignificante, nadie lo tomaba en serio ni constituía un peligro; solo era un vacilón, aunque él tomaba muy a pecho su trabajo de espantar a aquellos burlescos chiquillos que, en medio de una algarabía general, hacían la fiesta del día con el terrible Miqui.      
            Para alguien como yo, que nunca había servido a nadie (que yo recuerde), la tarea de cuidar, alimentar y “educar” a una criaturita traviesa, habría de convertirse en la aventura más interesante de mi vida.  Involucrarme, sentirme responsable único de algo o alguien, fue una experiencia que nunca había tenido.  Y me gustó.  A veces me sentía un poco presionado, incómodo, molesto; me parecía fastidioso ese nuevo oficio de cuida-perro que me había impuesto, pero cuando lo veía tan alegre, tan absolutamente feliz con mi presencia, sentía que valía la pena lo que estaba haciendo.   Nunca había visto a alguien que se sintiera tan dichoso y agradecido cuando le dan un plato de comida.  Ningún humano es capaz de expresar tanta ternura y alegría por un servicio semejante.  Sus colas son más expresivas que todas las palabras que pudieran decir.  La cola de los perros debería ser el símbolo del Amor.  Sin sentirlo y sin darme cuenta, en forma lenta y continua, fui introducido a la periferia de este bellísimo y sublime campo del SERVICIO; todavía no tengo la capacidad de hacerlo con mis semejantes… pero estoy en el camino, haciendo un esfuerzo consciente para ser digno de semejante privilegio… algún día… gracias a ese angelito llamado Miqui.
Durante los primeros meses no había captado el sentido de lo que estaba haciendo, no comprendía el alcance de la enorme lección que me estaban dando.  No podía entenderla, pues mi nivel de consciencia estaba muy lejos de conocer la esencia de uno de los más grandes privilegios que nos pueden ofrecer a los seres humanos: el valor del SERVICIO.  Pero del servicio desinteresado, silencioso, sin alharaca, sin testigos, sin nadie que lo mire y anote el algún lado.  El servicio anónimo que no da créditos para entrar al cielo.  O talvez sí... Para hacerlo parte de mí, tuvieron que pasar años; mucho tiempo para que me diera cuenta de cómo ese visitante, que había irrumpido en mi vida, me había “educado” con la metodología del Amor.  Muchos almanaques para que pudiera enterarme del juego que, casi sin darme cuenta, me había convertido en un adepto menor de la gran obra que es el objetivo primordial de la doctrina del Amor: el SERVICIO.
Yo, como casi todo el mundo, ponderaba la importancia del servicio al prójimo; sin embargo, no pasaba de ser más que una pose, un decir, algo automático como la mayoría de las oraciones y los rezos.  Pero el servicio es algo terriblemente difícil de realizar.  Es una tarea de gigantes espirituales, de seres que han logrado un alto grado de desarrollo y que ya han entrado en el Sendero.  Implica haber COMPRENDIDO correctamente, uno de los postulados básicos de lo que se conoce como “humanismo”.  Es la esencia de la sociología, el punto focal de la filosofía y, para los creyentes, el alma de sus respectivas religiones.  El servicio es el núcleo moral que justifica nuestra existencia como especie y que da pie a la verdadera fraternidad.  Gracias a Miqui  empecé a barruntar lo que tal cosa significaba.  Y recomencé a deletrear cuidadosamente el complejo de teorías que, mecánicamente, había acumulado en mi cerebro como preseas de méritos artificiales y librescos que había adquirido durante una larga vida dedicada a banalidades.  Con Miqui inicié mi sencillo periplo por un sendero que nunca había transitado.  Él fue mi Ángel Guardián que, sin una sola palabra, me enseñó que para dar Amor y servir, solo se necesita ver hacia afuera y ponerse en el lugar de los demás… pero de corazón.
¡Claro que existen los ángeles!  Están por todas partes.  Solo es asunto de utilizar el corazón y los ojos del alma para verlos.  Y si somos romos o torcidos… o inconscientes, podemos comenzar nuestra tarea con esos pequeños prójimos llamados perros.  Ellos son incapaces de irritarnos como hacen las personas, nuestros hijos y familia.  Ellos no dan opiniones que nadie les ha pedido, no critican, no juzgan.  Solo nos aman.  Si queremos, es muy fácil iniciarse en el camino del servicio con ellos.  Así podremos prepararnos para hacerlo extensivo a nuestros prójimos humanos.  Aquellos que en silencio imploran Amor, tolerancia y el bálsamo del servicio.  Nuestra oración diaria debería ser: “Señor, dame la oportunidad de servir”.  Aunque solo sea a un humilde perrito callejero al que le demos cabida en nuestra casa y corazón.
Gracias, mi querido Miqui, por haberme obligado a dar los primeros pasos en el sendero del servicio.  ¡Larga permanencia en el cielo de los perritos!
Tu amigo

Blog:  LA CHISPA          http://lachispa2010.blogspot.com/


                                    

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