991 “LA CHISPA”
Lema:
“En la indolencia cívica del ciudadano, se fundamentan los abusos del Poder”
¿EXISTEN
LOS ÁNGELES?
¡Claro que sí! Hará
cuestión de 17 años, yo “conocí” al primero de ellos. La cosa fue así: un querido amigo se estaba
“deshaciendo” de una camada de perritos y, antes de que yo me diera cuenta, me
endosó uno de ellos. Era tan feíto que
cuando lo vi, solo pensé: “¡Qué bichito
más feo!”. Hasta ese momento, yo
solo era capaz de ver el antifaz, el aspecto externo de las cosas y la gente. Y de los animalitos. Creía
que eso era todo, que viendo el exterior, ya sabía la totalidad. Desconocía que detrás de la fachada, se puede
encontrar una gran belleza o fealdad, con la respectiva escala entre ambos
extremos. Lejos estaba de imaginar lo
que esa alegre criaturita habría de significar en mi vida y de cómo habría de
cambiar algunos aspectos de mi personalidad.
Como todos los cachorritos, era alegre, juguetón y absolutamente confiado en que yo tendría que quererlo. ¿Por qué no? Él me amó instantáneamente cuando miró en el fondo de mis ojos. Entonces, ¿qué otra cosa podía hacer yo? Sin decir agua va, me vi comprometido en algo que no había pensado: amar a un zaguate. Y esa fue su tarea durante los próximos días, meses y años. Diez, que duró su vida terrena a mi lado. Cuando lo vi por primera vez, me vio a los ojos y algo se conectó en alguna parte de nosotros. Confieso que yo pensaba regalárselo a alguien, pero él estaba seguro de que yo lo llegaría a querer, pues su misión era la de cambiar una parte de mi vida; darme una lección que tendría que aprender de ese indefenso angelito que había aterrizado en mi vida.
Como todos los cachorritos, era alegre, juguetón y absolutamente confiado en que yo tendría que quererlo. ¿Por qué no? Él me amó instantáneamente cuando miró en el fondo de mis ojos. Entonces, ¿qué otra cosa podía hacer yo? Sin decir agua va, me vi comprometido en algo que no había pensado: amar a un zaguate. Y esa fue su tarea durante los próximos días, meses y años. Diez, que duró su vida terrena a mi lado. Cuando lo vi por primera vez, me vio a los ojos y algo se conectó en alguna parte de nosotros. Confieso que yo pensaba regalárselo a alguien, pero él estaba seguro de que yo lo llegaría a querer, pues su misión era la de cambiar una parte de mi vida; darme una lección que tendría que aprender de ese indefenso angelito que había aterrizado en mi vida.
Miqui se
llamó. Y “creció” hasta un tamaño que no
pasaba de los treinta centímetros. Era
chiquito, negro como un diablillo, ojos saltones y los dientes de abajo
“salidos”. Era, sin embargo, un atleta
bellísimo; diminuto, pero con una musculatura
maravillosa que se dibujaba íntegra bajo su pelaje brillante; parecía
uno de esos fisiculturistas mantecosos que salen en las revistas. Cuando lo llevaba al parquecito del barrio,
era el terror de los chiquillos que
lo provocaban y llamaban por su nombre; ellos se divertían y él era feliz
persiguiéndolos hasta que se colgaban de la malla del play ground. Era un juego en donde todos nos divertíamos,
pues dado su tamaño insignificante, nadie lo tomaba en serio ni constituía un
peligro; solo era un vacilón, aunque él tomaba muy a pecho su trabajo de
espantar a aquellos burlescos chiquillos que, en medio de una algarabía
general, hacían la fiesta del día con el terrible
Miqui.
Para alguien como yo, que nunca había servido a nadie
(que yo recuerde), la tarea de cuidar, alimentar y “educar” a una criaturita
traviesa, habría de convertirse en la aventura más interesante de mi vida. Involucrarme, sentirme responsable único de algo o alguien, fue una experiencia que nunca
había tenido. Y me gustó. A veces me sentía un poco presionado,
incómodo, molesto; me parecía fastidioso ese nuevo oficio de cuida-perro que me
había impuesto, pero cuando lo veía tan alegre, tan absolutamente feliz con mi
presencia, sentía que valía la pena lo que estaba haciendo. Nunca había visto a alguien que se sintiera
tan dichoso y agradecido cuando le dan un plato de comida. Ningún humano es capaz de expresar tanta
ternura y alegría por un servicio semejante.
Sus colas son más expresivas que todas las palabras que pudieran
decir. La cola de los perros debería ser el símbolo del Amor. Sin sentirlo y sin darme cuenta, en forma
lenta y continua, fui introducido a la periferia de este bellísimo y sublime
campo del SERVICIO; todavía no tengo
la capacidad de hacerlo con mis semejantes… pero estoy en el camino, haciendo
un esfuerzo consciente para ser digno de semejante privilegio… algún día…
gracias a ese angelito llamado Miqui.
Durante
los primeros meses no había captado el sentido de lo que estaba haciendo, no
comprendía el alcance de la enorme lección que me estaban dando. No podía entenderla, pues mi nivel de
consciencia estaba muy lejos de conocer la esencia de uno de los más grandes
privilegios que nos pueden ofrecer a los seres humanos: el valor del SERVICIO. Pero
del servicio desinteresado, silencioso, sin alharaca, sin testigos, sin nadie
que lo mire y anote el algún lado. El servicio anónimo que no da créditos para
entrar al cielo. O talvez sí... Para hacerlo parte
de mí, tuvieron que pasar años; mucho tiempo para que me diera cuenta de cómo
ese visitante, que había irrumpido en mi vida, me había “educado” con la
metodología del Amor. Muchos almanaques
para que pudiera enterarme del juego que, casi sin darme cuenta, me había
convertido en un adepto menor de la gran obra que es el objetivo primordial de
la doctrina del Amor: el SERVICIO.
Yo,
como casi todo el mundo, ponderaba la importancia del servicio al prójimo; sin
embargo, no pasaba de ser más que una pose, un decir, algo automático como la
mayoría de las oraciones y los rezos.
Pero el servicio es algo terriblemente difícil de realizar. Es una tarea de gigantes espirituales, de
seres que han logrado un alto grado de desarrollo y que ya han entrado en el
Sendero. Implica haber COMPRENDIDO correctamente,
uno de los postulados básicos de lo que se conoce como “humanismo”. Es la esencia de la sociología, el punto
focal de la filosofía y, para los creyentes, el alma de sus respectivas religiones. El servicio es el núcleo moral que justifica
nuestra existencia como especie y que da pie a la verdadera fraternidad. Gracias a Miqui empecé a barruntar lo que tal cosa
significaba. Y recomencé a deletrear
cuidadosamente el complejo de teorías que, mecánicamente, había acumulado en mi
cerebro como preseas de méritos artificiales y librescos que había adquirido
durante una larga vida dedicada a banalidades.
Con Miqui inicié mi sencillo
periplo por un sendero que nunca había transitado. Él fue mi Ángel Guardián que, sin una sola palabra, me enseñó que para dar
Amor y servir, solo se necesita ver hacia afuera y ponerse en el lugar de los
demás… pero de corazón.
¡Claro que existen los ángeles! Están por todas partes. Solo es asunto de utilizar el corazón y los
ojos del alma para verlos. Y si somos
romos o torcidos… o inconscientes, podemos comenzar nuestra tarea con esos
pequeños prójimos llamados perros. Ellos
son incapaces de irritarnos como hacen las personas, nuestros hijos y
familia. Ellos no dan opiniones que
nadie les ha pedido, no critican, no juzgan.
Solo nos aman. Si queremos, es muy fácil iniciarse en el
camino del servicio con ellos. Así
podremos prepararnos para hacerlo extensivo a nuestros prójimos humanos. Aquellos que en silencio imploran Amor,
tolerancia y el bálsamo del servicio.
Nuestra oración diaria debería ser: “Señor,
dame la oportunidad de servir”.
Aunque solo sea a un humilde perrito callejero al que le demos cabida en
nuestra casa y corazón.
Gracias,
mi querido Miqui, por haberme
obligado a dar los primeros pasos en el sendero del servicio. ¡Larga permanencia en el cielo de los
perritos!
Tu
amigo
Blog: “LA CHISPA” http://lachispa2010.blogspot.com/
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