miércoles, 22 de febrero de 2012

30 Réquiem para un ferrocarril



30 REQUIEM POR EL FERROCARIL                                                                
                                   San José,  junio del 2002.
Dr.
Don Abel Pacheco                                                                    
Presidente de la República
Su despacho.

            Hará cuestión de unos diez días estuve en Puntarenas, después de muchos, muchos años, y logré escuchar de algunas personas el tono añorante que le imprimían a su voz, cuando se referían al ferrocarril; al entrañable Ferrocarril Eléctrico al Pacífico.  Yo también sentí esa profunda nostalgia a la que me arrastraron los recuerdos de mi niñez, cuando íbamos al Puerto en ese romántico medio de transporte.  Con sorpresa increíble descubrí que en alguna parte de mis memorias, existía algo que ya creía muerto y olvidado: “el chemín de fer”, como le dicen los franceses de la vieja guardia.  Pero más dulce todavía, fue enterarme de que mi amor por él no estaba muerto; que sólo dormitaba en algún semi clausurado aposento de mi memoria, y que al encontrarme con otros que compartían ese cariño, brotaron a borbollones todos esos recuerdos que creí ya no existían.  Recordé esa vital arteria comercial y social, que nutría de vida a innumerables pueblitos que, conectados vitalmente a la “línea”, se aferraban con entusiasmo y alegría de futuro, a aquellas caravanas de dromedarios metálicos que, periódicamente, como el Nilo, dejaban a su paso una interminable estela de beneficios económicos a todos sus moradores.
            El viaje al Puerto no era un simple viaje; era una parte de la Gran Aventura del verano, de los sueños, de la algarabía vacacional; era el resultado de nueve o más meses de franciscanos ahorros, de mini y micro recortes al presupuesto hogareño.  Una romántica e inolvidable aventura familiar de varias horas, en donde se hacía y veía de todo; una pequeña odisea compartida con aquella abigarrada multitud de veraneantes que, con su alegría desbordante, le daban aspecto de carnaval a aquellas inolvidables romerías.  No, no eran simples viajes; eran la Aventura misma.  En esos emocionantes periplos se comía todo tipo de “gallos” y las más variadas y deliciosas viandas que veíamos desfilar como un muestrario fugitivo, por las ventanas de los vagones.  Los que llevaban buena plata, se atiborraban de lo mejor que podían comprar en aquel movedizo bufé ferrocarrilesco; pero las familitas de menos recursos eran las auténticas “vedettes” del espectáculo, pues eran las encargadas de hacer la verdadera magia del viaje; realizaban proezas semejantes a los portentos que hacían los héroes de la Biblia, en una forma tan natural y simple, que dejaron de ser causa de asombro; es más, nunca --hasta ahora-- lo fueron en mi mente. 
Cada ceremonia maternal para alimentar a sus parvadas de bulliciosos y famélicos niños, era algo así como el milagro de los peces y panes.  Las alegres y siempre preocupadas mamás, hacían que fuera cosa cotidiana y casi vulgar, el milagro de la multiplicación de los huevos cocidos y los muslos de pollo que sacaban de aquellas increíbles ollas, que parecían ser propiedad de los genios de “Las mil y una noches”.  Nunca pude saber cómo salía tanta comida de esos misteriosos trastos cuyo contenido parecía ser casi tan inagotable, como el apetito de sus respectivas tropas de veraneantes.  Y cuando el viaje llegaba a su fin, centenares de alocadas y exultantes vocecillas gritaban a coro lo que parecía ser, para muchos, la visión del Agua Prometida: “el mar, el mar…”.  Y entonces, comenzaba la frenética y enloquecedora labor de poner todo en orden, amarrar los paquetes, bajar las bolsas de mecate, contar los niños… siempre las mamás.  Pero más que el viaje y el arribo al mar, lo que para muchos era su sacra iniciación, estaba la cuestión de las relaciones sociales.  En el Tren se hacía vida social auténtica, sincera e igualitaria; se hacía trueque de platillos, aguacates, picadillo de arracache, muslos de gallina, gallos de queso o salchichón, huevos fritos de aspecto indefinible; era la fiesta tica por antonomasia.  También se intercambiaban recetas y probaditas del nunca suficientemente bien ponderado arroz con pollo que, a la altura de Orotina, ya iba completamente frío y mantecoso… si es que había llegado hasta allí.  Sin embargo, todo sabía a gloria, gracias a la magia del viaje, y el estómago parecía prolongarse hasta las rodillas de ambas piernas.  Todo inducía a compartir, a ser invitado y a invitar.  Aunque fuera a una bella y desconocida damita de unos veinte años.   
            ¿Cuántos romances nacieron en esos inolvidables viajes?  ¿Cuántas cosas aprendieron las madres de sus colegas de profesión?  Abundaban las recetas de cómo se curaba el dolor de estómago y de cabeza, o la diarrea producida por aquellos faraónicos revoltijos de comidas y bebidas.  Allí se iniciaron amistades que duraron todas las vidas de los que compartieron esas épicas horas que duraba el viaje.  Allí tuve mi primer romance, mi primera novia; claro que ella nunca se enteró porque yo apenas tenía ocho años; pero la amé “para siempre”.  Y sin importar que me doblara o triplicara la edad, me atreví a obsequiarle mi Orange Crush medio gastada.  Y ella se fijó en mí, sonriente y comprensiva, y con una mirada tan tierna que, después de más de medio siglo, me sigue bañando con su dulzura eterna.  Jamás supe su nombre, pero eso qué importa; atesoro en mis recuerdos esa inolvidable mirada que hizo de ese viaje algo especial e imborrable.  Ese fue mi viaje; ella lo convirtió en “mi” viaje personal y único al paraíso de los romances infantiles.
            Ese era “el chemín de fer”; y mucho más que un viaje por tren, era un tour por el mundo de la fantasía, los sueños, el amor, la amistad y la familia.  Allí alcanzaba esta, el más poderoso significado que podamos imaginar; pero también, su ámbito se extendía a toda esa comunidad peregrina delimitada por las dos puertas que daban, la una a San José, a la rutina; y la otra, a Puntarenas, el paraíso prometido.  Después del intercambio de  las primeras miradas extrañas y renuentes al abordar, se iniciaba el deshielo, el cual habría de culminar en íntimas amistades que durarían toda la vida.  Ese era el F.E.Al.P.  Algo así como nuestra versión vernácula y diminuta del Expreso de Oriente.  Un dulce recuerdo que creía relegado a los entresijos borrosos de la memoria de las cosas viejas.  Había pasado más de medio siglo desde mi último viaje por tren.  Sin embargo, bastó que hablara con dos personas porteñas para que mi caja de Pandora de recuerdos, se destapara y me llevara al país de esa indefinible mezcla de tristeza, dolor, alegría y amor, que conforma el terreno de las cosas idas… o dormidas.  Y todos los tesoros de aquellas lejanas aventuras infantiles, brotaron a borbollones en mi mente.  Tan atropelladamente lo hicieron, que me fue imposible darles algún orden, y sólo pude esconder mis sentimientos nostálgicos detrás de un tropel de palabras huecas, para que mis interlocutores no vieran la humedad de mis ojos.  ¿Dios mío  --me dije--, cómo lo dejaron morir?   ¿Quiénes fueron los malvados que permitieron  difuminarse en la nada, esa parte tan esencial de la Historia Patria? 
Las rayas del tren están allí todavía, obstinadamente aferradas a su tierra, más claras, firmes y expectantes que mis recuerdos.  Solo falta que alguien dé la orden, y la “línea” cobrará vida como antaño; y de nuevo el rítmico remezón de los hierros, volverá a entonar la melodía eterna del viajero.  El “pran pran” de las ruedas sobre el tope de los rieles, volverá a animar el paisaje, y la campiña cantará de gozo al unísono con el sonido infantil y casi femenino, de aquellas pitoretas de las elegantes locomotoras eléctricas.  De nuevo se agolparán alegres multitudes en la estación del Tren, dispuestas y felices ante la aventura que, como el Fénix, se renueva al inicio de cada ciclo.   Y la casta de las vende-gallos, dejará su temporal estado larvario y volverá a darle colorido y alegría a las inevitables y necesarias paradas.  No, definitivamente, el Tren no ha muerto.  No puede morir, porque su alma es tan persistente y tenaz, como son todas las cosas buenas que han contribuido a la formación del carácter nacional.  Solamente reposa en la tranquilidad del tiempo, en espera de la voz que como a Lázaro habrá de decirle: “Tren, despierta y anda, el mar te espera.  Y aquellos bulliciosos y alegres niños --ahora viejos-- que arrullaste en tus entrañas, esperan impacientes tu regreso, con el mismo entusiasmo de los tiempos idos”.  Y su serpentear de caderas de mujer, volverá a percibirse en las lomas, hondonadas y planicies, y el Tren nos dirá: “aquí estoy, tan fuerte como siempre; únicamente reposaba.  Pero aquí estoy, tan juvenil y alegre como antes; el tiempo sólo ha sido un respiro entre dos generaciones.  He regresado de la zona del olvido, porque siento que la Patria me necesita, y como en los viejos tiempos, estoy dispuesto a trabajar de sol a sol para el engrandecimiento del terruño.  No importa lo que me hicieron unos pocos; yo los quiero y los perdono, y en nombre de esa Patria que tanto amamos, retomemos el hilo de la Historia como si nada hubiera pasado.  Pero por favor, no me dejen morir”.
            Con ese remolino de inquietudes y recuerdos, me pregunté: ¿cómo es que quiebra un ferrocarril?  Mejor dicho, ¿cómo hace un gobierno y sus funcionarios para hacer quebrar a un tren?  ¿Cómo hacen los empleados de una Institución como el F.E.Al.P., para hacer que entre en agonía y colapse? 
            Es indudable que la acción concertada de mucha gente con intereses particulares, logró la hazaña de hacer que una institución como esa cayera en el abandono.  Porque, ¿cómo es posible que quiebre un ferrocarril?  Con electricidad barata o gratis, no había gasto de combustible ni fuga de dólares por la compra de petróleo.  La línea allí está, donde siempre, y su mantenimiento es relativamente barato.  Todo era ganancia.  Entonces, ¿cómo se las arreglaron para hacerlo fracasar?   Desde adentro del gobierno, los zapadores al servicio de las cámaras de transportistas, sentaron las bases de su desamparo oficial, para que el querido y útil ferrocarril quedara librado a su suerte y a la negligencia de sus funcionarios y empleados que, en busca de prestaciones y compensaciones laborales, no les importó la suerte que habría de correr el Tren, como si este tan sólo fuera un montón de vagones y locomotoras sin vida.  Jamás pasó por sus mentes que ese ferrocarril era un glorioso jirón de la historia patria, una verdadera INSTITUCIÓN con alma, digna de una mayor consideración por parte de todo este pueblo, al que tan indisolublemente se encuentra ligada su historia.  Mejor dicho: el ferrocarril ES la historia de Costa Rica.
            Y desde fuera, también tuvo enemigos mortales.  Para las empresas vendedoras de petróleo y sus derivados, el Tren era un mal ejemplo que debía ser borrado y archivado en el desván de las cosas viejas e inútiles.  Era malo para las empresas transnacionales un trencito tan económico, que tan pocos productos petrolíferos consumía.  ¿Qué pasaría si otros países imitaban el ejemplo del F.E Al P.?   ¿Adónde iría a parar el negocio de la Shell, Texaco, Esso, Exxon etc. etc. etc.?  La conjura entre esas empresas y sus cómplices nacionales, ansiosos por hacerse con el monopolio del transporte, maniobraron con sus influencias políticas para llevar al Tren a su final (temporal diría yo) postración.  Pero ahora que nos encontramos agobiados por la contaminación y destrucción de las carreteras nacionales, el Tren aparece en el horizonte, gústeles o no, como la mejor alternativa natural que tiene el país.   Y será responsabilidad de gobernantes inteligentes y honestos como usted, decidir entre los intereses de la Patria, o los de los grupos de empresarios conocidos como transportistas.  ¿Quién está primero?  ¿La Patria o la cámara de camioneros?
            Si le permitimos volver al Tren, veamos algunas de las ventajas que se derivarían de él: como es eléctrico, su “combustible” resulta prácticamente gratis.  En un solo viaje puede transportar lo que, con mil dificultades, problemas y accidentes, hacen doscientos o trescientos camiones.  No destruye las carreteras, con lo cual se obliga al gobierno, con el dinero del pueblo, al mantenimiento de la red vial al servicio de los transportistas de carga y pasajeros.  Y lo que sería peor, es probable que esos empresarios ni siquiera paguen impuestos y que sean subsidiados por el Estado (con dinero del pueblo).   El Tren no CONTAMINA, es completamente limpio y no agresivo con el medio.  Desde antes de que se inventara esa moda global, él ya era ECOLÓGICO.   El tren, bien cuidado y con mantenimiento profesional, no produce esa interminable serie de choques que se dan entre autobuses de pasajeros y furgones de carga.  Y la multitud de muertes que se producen en las carreteras por agotamiento, cólera, impaciencia o estado alcohólico de los choferes, es desconocida en el Tren.  Sólo ese detalle debería ser suficiente para considerar la utilización del ferrocarril.  Este puede realizar el transporte masivo de pasajeros en forma segura, barata y cómoda, economizándole al país, esa fuga innecesaria de divisas que se nos van en la compra de petróleo. 
            ¿Cuáles fueron las RAZONES para dejarlo en el abandono?  Y cuando pido razones, no me refiero a la infinidad de pretextos que se pueden esgrimir por parte de aquellos que fueron los autores de la conjura; o de los que están interesados en mantener el monopolio del transporte, sin importarles un tacaco el costo social y contaminante que tenga para el país, el transporte basado en el petróleo y sus derivados.  No interesan los argumentos de la cámara tal o cual, que sin importarles el crimen que cometen con esas cafeteras contaminantes que ruedan por nuestras ciudades y carreteras, matándonos lentamente, se parapetan detrás de la burocracia estatal, cómplice ineluctable de sus delitos en contra de la Naturaleza.  Para ellos el tren es anticuado, lento, ridículo...  Pero sus deleznables argumentos, solo han prevalecido gracias a la complicidad del Estado y a la pasividad del pueblo.  Porque, ¿en qué país quiebra un ferrocarril?   Y más aún, ¿un ferrocarril eléctrico de un país al que le sobra la electricidad?   Y por favor no permitamos, don Abel, que nos salgan con ejemplos de otros ferrocarriles agónicos de la América Latina, pues en toda esta, el cuento es el mismo.  Europa, Estados Unidos y Japón, se mueven por ferrocarril.
            Con un buen sistema ferroviario, ¿qué diantres podría importarnos no tener petróleo, o que este desapareciera de la faz de la tierra?  Tenemos agua, fuente casi interminable de la energía eléctrica, y eso nos garantiza la posibilidad de movilización y transporte de nuestros productos de exportación. 
            El trencito eléctrico era un peligro y un mal ejemplo.  Y para las transnacionales del petróleo, su retorno a la vida sólo sería tolerable, siempre y cuando sus locomotoras fueran reconvertidas y empezaran a utilizar combustible diesel y otros derivados del petróleo.   Y desde luego, que se “privatizara”.  Entonces, los transportistas nacionales, de inmediato obtendrían las licitaciones para operarlo a su antojo y capricho en cuanto a costos de transporte de carga y pasajeros.  Y de nuevo, volveríamos a escuchar sus interminables letanías acerca de “las pérdidas que tienen”, de lo poco rentable que es, de los excesivos impuestos que pagan, del precio de los combustibles y, sobre todo, volveríamos a leer en los diarios, sus patéticos “ESTUDIOS DE COSTOS DE OPERACIÓN”  que ellos mismos hacen, y que el Estado, indefectiblemente, les avala.
            Y ni qué decir de lo bueno que sería para el pueblo, que la ciudad de San José contara con unos cuantos ramales para el trasporte urbano de pasajeros.   ¿Se imagina lo fantástico que sería un par de ejes viales norte-sur y este-oeste?  O bien, un verdadero anillo ferroviario de circunvalación, que funcionara durante todo el día y la noche.  Y mejor todavía, cada diez cuadras, unas líneas norte-sur, y otras este- oeste, que comunicaran con el periférico.   La panacea del transporte urbano, ¿no es así?  El mayor problema que tendría el usuario, en cualquier parte de la ciudad, sería caminar CINCO CUADRAS a cualquier estación del Metro, lo cual es un buen ejercicio para el corazón, en una ciudad sin humo.  Eléctrico, gratis y sin contaminación: ganancia pura para el Estado y ahorro para el pueblo.  Sin fuga de divisas.  ¿No sería genial?  Y ¿cuál es el gran obstáculo para que eso se lleve a cabo?  La cámara de transportistas y su maraña de influencias en los altos círculos políticos, nada más.  Eso es todo, y todos lo sabemos, sin importar los pretextos y “estudios” que puedan inventar los especialistas o quien sea.  Es absolutamente factible, y solamente se necesita VOLUNTAD para hacerlo.
            Todas esas cosas me vinieron a la mente cuando en mi viaje a Puntarenas recordé con nostalgia, a través del interminable hilo del tiempo, al querido, amable y nunca olvidado “chemin de fer” criollo, el cual proveyó imborrables memorias en todos los que lo gozaron.  Apuesto a que así es, e invito a todos los que lo disfrutaron, incluido usted señor Presidente,  a que lo digan.  Talvez entre esas voces de apoyo, se encuentre mi desconocida novia de antaño.
            Con mucho cariño y entusiasmo, estoy seguro, esperaremos que el Tren, como el Ave Fénix, vuelva a la vida de las cenizas en que lo sumieron sus desconsiderados victimarios.  Talvez podamos formar un club de “fans” que le pida cuentas al gobierno, del  porqué no puede funcionar de nuevo, normalmente, nuestro trencito.  No permitamos, don Abel, que muera para siempre. 
                                  
                        Con todo respeto y aprecio
                                                                      
                                                                       Ricardo Izaguirre S.
E-mail       rhizaguirre@gmail.com
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