martes, 23 de septiembre de 2014

1039 La cuestión del suicidio



1039   LA CHISPA                    
Lema: “En la indolencia cívica del ciudadano, se fundamentan los abusos del Poder”
LA CUESTIÓN DEL SUICIDIO
         ¿Tenemos derecho a ponerle fin a nuestra propia vida?   ¡Con calma, por favor!  No se trata de festinar la muerte por pura diversión o aburrimiento; ni siquiera para escapar de las consecuencias de actos delictivos o problemas financieros o amorosos, o por un arranque de locura, sino como instancia última ante hechos que convierten la vida en una tragedia insoportable.  Se trata de considerar el suicidio cuando la vida nos presenta una encrucijada feroz en donde solo nos quedan dos puertas: poner fin a nuestra existencia, o enfrentarnos a un sufrimiento terrible, sin marcha atrás, en donde el desenlace final siempre será la muerte.  Es decir, cuando sabemos que no hay esperanza, que somos enfermos terminales y que lo único que queda es un variable período de dolor y sufrimiento, o de borrarse, como en el Alzheimer.
         Desde luego que existe un amplio abanico de respuestas, sin que ninguna de ellas pueda privilegiarse sobre las demás.  Ni siquiera las religiosas, con toda la autoridad que los creyentes les asignan a sus deidades y sistemas litúrgicos.  Si no consideramos el factor “milagrero” y nos atenemos a los hechos científicos, la totalidad de los enfermos desahuciados muere irremisiblemente; después de indecibles sufrimientos, y sin contar cuánta fe hayan tenido.  Mueren… así de sencillo.  Después de todo, TODO EL MUNDO MUERE.  Solo es cuestión de tiempo.  
         Hace algún tiempo publiqué una “Chispa”, la # 878 (puedo reenviarla a solicitud) en la cual trato sobre la propuesta siempre inquietante de la eutanasia, y la relevante  conducta del doctor Jack Kevorkian, quien sostuvo públicamente que cada ser humano tiene el derecho de poner fin a su vida cuando esta se convierte en un suplicio inaguantable.  Es una decisión muy compleja de tomar desde fuera.  La familia quiere que viva el paciente; la ley, generalmente se opone a la eutanasia; y ni qué decir de las religiones, pues estas suelen ser de lo más intransigentes, y solo consideran las cuestiones doctrinarias de sus respectivas sectas.  Y todo bajo una serie de premisas que nadie ha demostrado jamás.  Para estas, la prohibición es absoluta y sin consideración alguna por la voluntad o el dolor de la persona.  Millones de individuos se escudan detrás de la religión para negarse, rotundamente, a la más leve discusión que tenga que ver con este tema.  Sobre todo, cuando no son ellos los enfermos.  No se hace consideración alguna, y solo se recurre al dogma, ya sea religioso, social o legal.  Se desentienden del ser humano y su dolor, de su voluntad y angustia.  Y al respecto…
         El domingo 14 de setiembre de 2014, salió en la prensa un artículo relacionado con este tema: el derecho que tiene el individuo para poner fin a su vida cuando esta solo dolor le ofrece, sin marcha atrás.  Entonces, ¿cuál debe ser la actitud ante semejante dilema?  Vean que hemos eliminado las causas no esenciales.  Como matarse por una decepción amorosa o cosas por el estilo.  O por problemas económicos.  O cualquier otro de naturaleza emocional.  Mientras haya salud física, el individuo TIENE la obligación moral de resolver sus problemas y hacerle frente a la vida; pero cuando se trata de una condición médica irreversible, el paciente debería tener el derecho de elegir la muerte asistida (eutanasia) sin que nadie pueda intervenir (familia etc.)  Debe ser un derecho inalienable bajo ningún pretexto, siempre y cuando la persona tenga uso de razón y se encuentre en sus cabales, como la señora Gillian Bennett; la del artículo periodístico en cuestión, y que estaba enferma de demencia senil irreversible.  La decisión de esta dama fue respaldada por su marido Jonathan Bennett y sus hijos, en una demostración superior de respeto a la voluntad de quien sabe que ya no hay retorno en su vida.  También es bueno recordar el sonado caso de Janet Adkin, una paciente del doctor Kevorkian.  Esta dama moría lentamente de Alzheimer.  Y ni qué decir de Thomas Youk, quien sufría los horrores del mal de Lou Gerig, y a quien libró de su suplicio el doctor Kevorkian, el llamado “Ángel de la muerte”.
         ¿Alguien tiene derecho a imponernos más sufrimiento con cualquier pretexto?  ¿Debe prevalecer el “egoísmo” familiar sobre los intereses del paciente?  Y  peor aún, ¿qué derecho tienen los desconocidos para imponernos una “vida” insoportable cuando se sabe que no hay esperanza alguna, por más refranes populacheros o religiosos que nos quieran aplicar?  La decisión es terrible para los demás, aunque para la víctima pueda ser no solo sencilla sino lo más deseable, lógico y natural como lo planteó la señora Bennett.  ¿Qué caso –dijo ella-- tiene mantener viva una “concha vacía”?  Si la actitud de esta dama es encomiable, la de su marido e hijos lo es más.  No deben anteponerse los intereses o sentimientos egoístas de la familia, a la única voluntad que tiene que respetarse en estos casos: la del paciente.
         No es una ley impersonal, sugerida por grupos religiosos que, en contubernio con la complacencia política, la que deba tener la decisión final sobre la vida de un ser humano sujeto a un sufrimiento indecible.  Nos guste o no, desde la perspectiva social, moral e incluso religiosa, es necesaria una revisión general acerca de la legislación imperante en ese aspecto.  Día a día, millones de seres humanos agonizan en hospitales en donde todo el mundo sabe (personal médico y parientes) que no tienen esperanza alguna; que solo les espera el dolor de una más o menos larga agonía, con un desenlace inevitable: la muerte.  Entonces ¿por qué no humanizar ese resultado ineluctable?  ¿Por qué se les oculta a los pacientes su verdadera condición?  ¿Es espera de un “milagro”?  ¿Es esto un ritual fetichista?  Pero sobre todo, si la persona tiene una clara consciencia de lo que padece y del final que le aguarda, DEBE respetarse y ayudarle en el cumplimiento de su voluntad en cuanto al  término de su existencia, ya que no todo el mundo tiene el valor ni los instrumentos necesarios para suicidarse de una manera que no sea tan aterradora.  Suficiente dolor tiene ya con su enfermedad.
         No se trata de emitir leyes que hagan fiesta con la vida ajena, sino de regular, de manera sabia, una salida no dolorosa para aquellos pacientes para los cuales ya no queda nada, ni siquiera la esperanza.  Por lo tanto, no se trata de crear una legislación que “facilite” la muerte a todo aquel que quiera, por diversas razones personales, escaparse de las consecuencias de sus actos delictivos o emocionales.  Al menos, es algo que debería discutirse abiertamente.  Así como se ha hecho con la homosexualidad, problema que ahora se debate abiertamente y todo el mundo opina lo que le da la gana al respecto.  Bueno o malo, no importa, pero se discute y no se limita a un círculo de iniciados que se arrogan la facultad de decidir sobre la vida y el dolor que deben aguantar los demás.
         Quien no ha estado en un hospital, en el pabellón de enfermos terminales, NO TIENE DERECHO a negarles a los demás, la potestad que tienen para morir cuando la vida se vuelve insoportable por el dolor.  No importan los argumentos morales o religiosos cuando se enfrenta la agonía en carne propia.  Solo entonces se puede hablar con autoridad, y tener una visión más amplia del problema.
         ¿Qué creen ustedes?
         Fraternalmente
                                RIS
          

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