lunes, 9 de julio de 2012

981 ¿Cuántas máscaras utilizamos?


981   “LA CHISPA         

Lema: “En la indolencia cívica del ciudadano, se fundamentan los abusos del Poder”

¿CUÁNTAS MÁSCARAS UTILIZAMOS?

         Uno de los deberes más grandes que hay en la vida es el “Conócete a ti mismo”, pero a la vez, es algo que nadie quiere hacer, porque no hay espejo más desagradable que aquel que nos refleja la imagen verdadera de lo que somos.   A nuestra personalidad le encanta la imagen que hemos creado de nosotros mismos.  La que hemos inventado y no lo que somos.  Así, nuestras vidas se convierten en una larga y pesada cadena de imposturas que vamos utilizando según cada situación.  Ante los demás, somos aquello que nos gusta “ser” y que nos agrada que los otros crean que somos.  Tanto mentimos, por tantas razones, que llega el día en el que en un intento de análisis profundo, nos encontramos confundidos y ya no podemos distinguir nuestros engaños de la verdad.  Como vivimos sumidos en un mar de mentiras, nos hacemos uno con este y, a partir de ese momento, somos de su misma naturaleza, inseparables de él, de su misma esencia.  Tanto nos familiarizamos con nuestras mentiras (necesarias o no) que llegamos a creerlas de verdad.  Para cada situación tenemos una máscara (persona) que utilizamos para darle realismo.
         Si se trata de aparentar que somos buenos padres, maridos, amigos, hermanos, hijos o lo que sea, siempre tenemos una dramatización a mano, un buen discurso en el cual, aunque velado, dejamos la impresión en los que nos escuchan, de que somos unos estupendos personajes, responsables, cariñosos, tolerantes y atentos a las necesidades de los demás.  Somos caritativos y buenos miembros de nuestra iglesia; incluso solemos jactarnos del estado de gracia que hemos alcanzado ante los ojos de Dios y nuestra congregación; y en el colmo de nuestra mascarada, nos convertimos en moralistas autorizados para sentar cátedra acerca de cuestiones éticas y espirituales.  Esa es la máscara de la religión.  También tenemos la social, la familiar, la profesional, la amorosa, la sexual.  Sin embargo, también contamos con la de pillos,  graciosos y de otras minucias que hacen la vida tolerable.  Tenemos un reservorio casi inagotable de máscaras.  Y de esa manera, convertimos nuestra vida en una pesadilla “agradable”.  En un continuo de embustes y caracterizaciones que nos obligan a una actitud de permanente vigilancia, para no incurrir en otras mentiras que desmientan a las otras falacias de nuestra estructura social de farsas y fantasías.
         Ser mentiroso es un suplicio, pero como nuestro mundo social está construido sobre añejas y recientes mentiras, no existe la forma de hacer un hasta aquí y decir: “A partir de aquí, empiezo la verdad”.   Hay mentiras que hemos sostenido todas nuestras vidas; inventos que se originaron en nuestra niñez y que, pase lo que pase, constituyen el sustento de lo que queremos creer que somos, o de lo que deseamos que “los otros crean”.  Si nos agrada la conmiseración de los demás, es seguro que hemos inventado una gran cantidad de cuentos que conciten la piedad sobre nosotros.  Si nos agrada el papel de víctimas, siempre estaremos obligados a la utilización de la máscara de la lástima, la cual nos obliga a una conducta muy estricta y cuidadosa.  Somos víctimas y debemos actuar como tales.
         Si nos acogemos a la máscara de la fidelidad, de ser buenos maridos o esposas, o del martirio familiar, estamos fritos.  La esposa-víctima es el papel más manoseado y que más encanta a un buen sector de la población femenina.  Pero lo peor de esta impostura se da cuando la persona no solo llega a creer sus propias mentiras, sino que se considera como un prototipo a seguir.  Erigirse arbitrariamente en modelo de los hijos, es el peor disparate que pueden cometer los padres.  Unos papás que inventan que fueron buenos y esforzados estudiantes, es una de las farsas más comunes.  Y hablar de las limitaciones económicas que vivieron en su niñez, es el argumento más desgastado que hay y que en nada impresiona a los hijos.  Pero en esa mascarada resulta que un papá burro, se siente con derecho a reclamar a sus hijos que sean brillantes en la escuela o colegio.  Y una mamá “cola floja” en su juventud, se toma la libertad de exigir a sus hijas, una castidad que ella nunca practicó.
         Todos somos impostores en alguna medida, y casi no hay momento o situación en la que interactuemos, que no lo hagamos utilizando alguna de las máscaras de nuestro repertorio de imposturas.  Estamos tan pendientes del “qué dirán”, que perdemos toda autenticidad incluso delante de aquellas personas que nos conocen de toda la vida y que casi saben quiénes somos de verdad.  La cantidad de caretas que usamos es enorme, una para cada ocasión conocida, y una nueva para nuevas situaciones.  Perdemos el goce real de la mayoría de los actos de la vida porque, lejos de gozarla con la simpleza que esta requiere, nos enfrascamos en conductas ficticias que nos impiden expresarnos (física y mentalmente) a plenitud.   Es tan habitual esta conducta que, incluso en la soledad, nos sentimos desnudos sin ella.  Y no es raro que hagamos algunos intentos por convencernos de que nuestras propias patrañas tienen algún tipo de realidad en alguna parte de nuestro interior.  O quién sabe dónde. 
Y lo peor es que mientras no hagamos un análisis honesto de nuestra propia personalidad, seguiremos siendo víctimas de esta aberrada costumbre del auto engaño y la mentira; en fin, del uso de diversas máscaras que nos hagan sentir bien y que “borren” las carencias morales que tenemos.  ¿Usa usted este tipo de máscaras?  Yo tengo un arsenal infinito.  No tiene que contestar nada, solo piénselo y medite en el valor que tiene ese tipo de conducta y hacia dónde lo ha llevado en la vida.  ¿Vale o valió la pena?
Fraternalmente
                               RIS
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