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“LA CHISPA”
Lema: “En la indolencia cívica del ciudadano, se
fundamentan los abusos del Poder”
¿CUÁNTAS MÁSCARAS UTILIZAMOS?
Uno
de los deberes más grandes que hay en la vida es el “Conócete a ti mismo”, pero a la vez, es algo que nadie quiere
hacer, porque no hay espejo más desagradable que aquel que nos refleja la
imagen verdadera de lo que somos. A
nuestra personalidad le encanta la imagen que hemos creado de nosotros mismos. La que hemos inventado y no lo que
somos. Así, nuestras vidas se convierten
en una larga y pesada cadena de imposturas que vamos utilizando según cada
situación. Ante los demás, somos aquello
que nos gusta “ser” y que nos agrada que los otros crean que somos. Tanto mentimos, por tantas razones, que llega
el día en el que en un intento de análisis profundo, nos encontramos
confundidos y ya no podemos distinguir nuestros engaños de la verdad. Como vivimos sumidos en un mar de mentiras,
nos hacemos uno con este y, a partir de ese momento, somos de su misma
naturaleza, inseparables de él, de su misma esencia. Tanto nos familiarizamos con nuestras
mentiras (necesarias o no) que
llegamos a creerlas de verdad. Para cada
situación tenemos una máscara (persona) que utilizamos para darle realismo.
Si
se trata de aparentar que somos buenos padres, maridos, amigos, hermanos, hijos
o lo que sea, siempre tenemos una dramatización a mano, un buen discurso en el
cual, aunque velado, dejamos la impresión en los que nos escuchan, de que somos
unos estupendos personajes, responsables, cariñosos, tolerantes y atentos a las
necesidades de los demás. Somos
caritativos y buenos miembros de nuestra iglesia; incluso solemos jactarnos del
estado de gracia que hemos alcanzado ante los ojos de Dios y nuestra
congregación; y en el colmo de nuestra mascarada, nos convertimos en moralistas
autorizados para sentar cátedra
acerca de cuestiones éticas y espirituales.
Esa es la máscara de la religión.
También tenemos la social, la familiar, la profesional, la amorosa, la
sexual. Sin embargo, también contamos
con la de pillos, graciosos y de otras
minucias que hacen la vida tolerable.
Tenemos un reservorio casi inagotable de máscaras. Y de esa manera, convertimos nuestra vida en
una pesadilla “agradable”. En un
continuo de embustes y caracterizaciones que nos obligan a una actitud de
permanente vigilancia, para no incurrir en otras mentiras que desmientan a las
otras falacias de nuestra estructura social de farsas y fantasías.
Ser
mentiroso es un suplicio, pero como nuestro mundo social está construido sobre
añejas y recientes mentiras, no existe la forma de hacer un hasta aquí y decir:
“A partir de aquí, empiezo la verdad”.
Hay mentiras que hemos sostenido todas nuestras vidas; inventos que se
originaron en nuestra niñez y que, pase lo que pase, constituyen el sustento de
lo que queremos creer que somos, o de lo que deseamos que “los otros
crean”. Si nos agrada la conmiseración
de los demás, es seguro que hemos inventado una gran cantidad de cuentos que
conciten la piedad sobre nosotros. Si
nos agrada el papel de víctimas, siempre estaremos obligados a la utilización
de la máscara de la lástima, la cual nos obliga a una conducta muy estricta y
cuidadosa. Somos víctimas y debemos actuar como tales.
Si
nos acogemos a la máscara de la fidelidad, de ser buenos maridos o esposas, o
del martirio familiar, estamos fritos.
La esposa-víctima es el papel más manoseado y que más encanta a un buen
sector de la población femenina. Pero lo
peor de esta impostura se da cuando la persona no solo llega a creer sus
propias mentiras, sino que se considera como un prototipo a seguir. Erigirse arbitrariamente en modelo de los
hijos, es el peor disparate que pueden cometer los padres. Unos papás que inventan que fueron buenos y
esforzados estudiantes, es una de las farsas más comunes. Y hablar de las limitaciones económicas que
vivieron en su niñez, es el argumento más desgastado que hay y que en nada
impresiona a los hijos. Pero en esa
mascarada resulta que un papá burro, se siente con derecho a reclamar a sus
hijos que sean brillantes en la escuela o colegio. Y una mamá “cola floja” en su juventud, se toma
la libertad de exigir a sus hijas, una castidad que ella nunca practicó.
Todos
somos impostores en alguna medida, y casi no hay momento o situación en la que
interactuemos, que no lo hagamos utilizando alguna de las máscaras de nuestro
repertorio de imposturas. Estamos tan
pendientes del “qué dirán”, que perdemos toda autenticidad incluso delante de
aquellas personas que nos conocen de toda la vida y que casi saben quiénes
somos de verdad. La cantidad de caretas
que usamos es enorme, una para cada ocasión conocida, y una nueva para nuevas
situaciones. Perdemos el goce real de la
mayoría de los actos de la vida porque, lejos de gozarla con la simpleza que esta
requiere, nos enfrascamos en conductas ficticias que nos impiden expresarnos
(física y mentalmente) a plenitud. Es
tan habitual esta conducta que, incluso en la soledad, nos sentimos desnudos
sin ella. Y no es raro que hagamos
algunos intentos por convencernos de que nuestras propias patrañas tienen algún
tipo de realidad en alguna parte de nuestro interior. O quién sabe dónde.
Y lo peor es que
mientras no hagamos un análisis honesto de nuestra propia personalidad, seguiremos
siendo víctimas de esta aberrada costumbre del auto engaño y la mentira; en
fin, del uso de diversas máscaras que nos hagan sentir bien y que “borren” las
carencias morales que tenemos. ¿Usa
usted este tipo de máscaras? Yo tengo un arsenal infinito. No tiene
que contestar nada, solo piénselo y medite en el valor que tiene ese tipo de
conducta y hacia dónde lo ha llevado en la vida. ¿Vale o valió la pena?
Fraternalmente
RIS
Correo: rhizaguirre@gmail.com
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