viernes, 14 de septiembre de 2012

358 El teléfono y su función sado-masoquista



358   LA CHISPA   

Lema: “En la indolencia cívica del ciudadano, se fundamentan los abusos del Poder”

EL TELÉFONO EN SU FUNCIÓN SADO-MASOQUISTA

            Si cuando Alexander inventó ese aparato hubiera previsto todas sus posibilidades, es posible que no hubiera sido tan liberal en su popularización.  Es cierto que es una maravilla, que nos acerca, que facilita la vida, que hace posibles innumerables relaciones a distancia que de otra manera solo podrían ser sustituidas por el correo.  Pero también es verdad que se ha convertido en un instrumento de tortura, inquietud y molestia; en un moderno esclavista de la raza humana.  El teléfono es mágico, y los que venimos desde principios del siglo pasado, lo hemos ido viendo evolucionar hasta convertirse en esos diminutos aparatitos que son “cosa del Diablo” y que pueden realizar las más variadas y sorprendentes maniobras que los viejos ya no pueden aprender.  Solo los que nacieron en esta época en donde reina en forma absoluta la tercera generación (UTMS), el iPod, la MP3, la Bluetooth y todo lo digital, palabra tan simple y compleja de la cual nada entendemos.
            Los teléfonos hacen de todo: retratan, graban música, envían mensajes, fotos, melodías; son agendas, tienen sensores, rayos X, gamma; poseen poderosas memorias capaces de almacenar lo que sea: video, audio, datos, números y complejas figuras.  Y todo de la forma más natural para los jóvenes.  Pero para los viejos, el asombro es tal ante tanta magia tecnológica, que desde antes de intentar utilizarlos nos dimos por vencidos.  En el aspecto tecnofónico fuimos arrollados por el expreso de la modernidad.  Yo todavía echo de menos a aquel simpático grupo de diligentes muchachas que en el edificio del antiguo Correo, y frente a un enorme panel de madera, conectaban y desconectaban un sinfín de alambres para establecer las comunicaciones telefónicas de un San José que quizás tenía unos dos o tres mil teléfonos, que ellas se sabían de memoria.  En ese tiempo nadie pensaba en que un teléfono le era “imprescindible”.  Este aparato era para el gobierno, la policía, para ciertas empresas o gente muy importante.  En la mente del ciudadano común no tenía lugar alguno este instrumento.  No nos habían “creado su necesidad” y todos vivíamos bien y nos comunicábamos, aunque no me acuerdo cómo.  Tampoco había tele ni el auto se había convertido en un “must”, como dicen los gringos.
            Pero de repente, no sé cuándo, el teléfono empezó su arrolladora marcha y dejó de ser un lujo de ricos para convertirse en auxiliar valiosísimo en los negocios, hospitales, taxis, oficinas de todo tipo y, finalmente invadió los hogares y se convirtió, solapadamente, en el epicentro de estos.  Todo lo facilitaba, todo lo acercaba, era la panacea en el mundo de la comunicación interpersonal.  Todos querían “hablar por teléfono”, aunque no tuvieran qué ni con quién.  “Ahí se improvisa, sobre la marcha, la cuestión es hablar”.  Lema que mucha gente continúa utilizando en forma irrespetuosa.   Y cuando el amigo o pariente adquiría uno, eso era el cielo en la tierra; a hablar hasta por los codos   Hasta ahí, todo parecía de maravilla; había llegado el juguete social más útil que había inventado el hombre.  Más que las lavadoras de rodillos.  Pero nadie pudo anticipar que detrás de tanta bondad, también habría que pagar un precio por el disfrute de ese diabólico artefacto.  También cayó en manos de las suegras.   De los chismosos-as, de los cobradores desconsiderados, irrespetuosos y majaderos.  De aquellos que no respetan la intimidad ajena ni la inoportunidad de la hora.  Entonces fue cuando empezamos a ver la cara siniestra del Teléfono.  De repente ya no nos pareció tan amigable ni digno del aprecio que le teníamos, sino que comenzamos a sospechar; a sobresaltarnos cada vez que sonaba.  ¿Será mi suegra, será del hospital, será un cobro, será mi mujer, será mi amigo chismoso?  El mundo empezó a llenarse de millones de “telefoadictos”, gente que considera que todos los demás tienen tiempo y que están dispuestos a escuchar sus problemas, por insignificantes que sean.  Personas que se creen el centro del universo y que cualquier idiotez que les pase, debe ser escuchada telefónicamente por todo su círculo de amistades: desde que les sacaron una muela, hasta que el lavatorio gotea; que Carlitos ya echó su primer diente, o que Marianita ya dice “papá”.
            Sin importar la hora que sea, estas personas dan por un hecho que los demás están desocupados y deseosos de escuchar las “cosas tan interesantes” que ellos tienen que decir, y un simple saludo, lo transforman en una conversación interminable y desconsiderada.  Entonces, el Teléfono se convirtió en un enemigo infiltrado en el seno del hogar; un instrumento de control, espionaje y chismorreo, en fin, un aparato de tortura; pero además, de daño tremendo al bolsillo.  ¿Dónde estabas, que te llamé cien veces?  Sin embargo, cuando se salía, había la oportunidad de librarse del bendito teléfono y el sadismo de los telefoadictos quedaba sin efecto.  Pero ya ustedes saben qué pasó: hizo su aparición el condenado celular, ese terrible bichito con el que nos pueden seguir a todas partes, incluso al baño, al retrete, al cuarto del motel, a la playa, al cine, al último rincón donde pudiéramos meternos.  Ahí nos encontramos con el molesto, burlesco e impertinente celular.  Y es aquí en donde entra el aspecto masoquista del telefoadicto.  Sabe el daño que le ocasiona, pero no puede resistir la idea de vivir sin él.  Es una enfermedad moderna que no solo nos seca el cerebro con sus microondas sino que es un cilicio, un quintacolumnista que, voluntariamente, hemos dejado que tome el control de nuestras vidas, irrespetando no solo nuestra intimidad, sino interrumpiendo groseramente cualquier conversación que tengamos en ese momento con personas “no digitales”.  ¿Y por qué no lo apagamos, si es tan fácil?  “Por miedo a perder una llamada de verdad importante”.  Demoledor argumento del sado-masoquismo telefónico.
            Pero como la tecnología es tan poderosa, esperamos que los celulares pronto vengan equipados con  programas que eliminen automáticamente el SPAM telefónico (suegras, chismosos-as, cobradores, charlatanes y todo aquello que no sea productivo).  O con programas que puedan interrumpir una conversación spam fingiendo un desperfecto en la línea.  Entonces sí valdrá la pena tener un celular. 
            Telefóniquescamente
                                       RIS.            E-mail:     rhizaguirre@gmail.com
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