sábado, 9 de enero de 2016

1048 ¿Romanticismo con Dios?



1048   LA CHISPA       
Lema: “En la indolencia cívica del ciudadano, se fundamentan los abusos del Poder”
¿ROMANTICISMO CON DIOS?
         Un día de estos escuchaba a un entusiasta “pastor” predicando en una iglesia televisiva, y quedé impresionado por la certeza con la que afirmaba a sus feligreses la verdad de su mensaje.  “Dios –les decía- tiene un plan para cada uno de ustedes.  Para usted, para usted y para usted”.  Como si él fuera el vocero, confidente e intérprete de Dios.
De todas las ideas que el hombre ha inventado acerca de su supuesta relación con Dios, la más disparatada es la de creer que esa Deidad, con las características que le hemos atribuido (o que se derivan de la lógica) tiene una comunión personal con cada habitante de la Tierra.  Con cada uno de los siete mil millones que formamos la humanidad.  Algo así como papá-hijo, mamá-hija, nieto-abuelo.  Un contacto de tipo familiar.  El hombre (las religiones) ha decidido en forma unilateral el tipo de trato que tiene con Dios.  Pero lo que es peor, ha asumido el doble papel de Dios y Hombre, y se ha tomado la libertad de pensar por Dios, escribir libros santos en su nombre y, además, interpretar qué es lo que quiso decir en tal o cual situación ambigua o enredada en la redacción de cualquier texto “sagrado”.   El hombre interpreta, traduce y garantiza la validez  y promesas de un Dios al que nadie ha visto nunca; al que nunca nadie ha escuchado y, por supuesto, cuyo pensamiento nadie conoce. Y lo más seguro: que jamás ha escrito libro alguno.
         El hombre ha inventado todo el discurso: lo que piensa Dios, lo que cree y lo que quiere, sus planes y objetivos; qué lo enoja y hace que nos envíe al Infierno por TODA LA ETERNIDAD.  También cuál es la vía del perdón y la redención, en fin, todo el manual que nos garantiza el ingreso seguro al Paraíso.  O la caída en el infierno. ¿Y quién o quiénes aseguran eso?  Pues los que escribieron los libros sagrados, esos misteriosos sujetos que, supuestamente, tenían el privilegio y la ventaja de hablar cara a cara con Dios.  Pero, ¿con cuál dios?  Y ese es el irresoluble problema que tenemos que plantearnos ante estos improbables encuentros entre seres humanos ordinarios, y cierto tipo de personajes provenientes “del cielo”.
         El concepto de Dios (filosóficamente) es inasequible al hombre, pues es tal su trascendencia infinita, que nada de naturaleza finita es capaz de entenderlo o relacionarse con esa IDEA; ¿y por qué?  Porque lo finito es incapaz de comprender o relacionarse con lo Infinito.  Y esto nos lleva a la descalificación de cualquier encuentro entre seres humanos y la Deidad.  Es filosóficamente imposible.  Y eso lo sabe muy bien el budismo y el hinduismo cuando afirman: “Dios es Aquello sobre lo cual toda especulación es inútil”.  Fin del camino.  Entre ese Dios Infinito, el Absoluto, el Poder por Siempre Oculto, el Inmanifestado, el Nírguna Brahma y el hombre, hay una escala casi infinita de deidades de diversas categorías; pero todas ellas absolutamente alejadas del Incognoscible, el Poder por siempre oculto en el misterio eterno.  No es este Dios Absoluto, desde luego, el que se ha dedicado a escribir manuales de salvación para insignificantes hormigueros humanos que pululan por miríadas incontables en las profundidades del universo, y cuya desaparición o aparición a nadie importa ni altera el curso de la mecánica celeste que se rige de acuerdo con leyes eternas e invariables, y no por cuestiones emocionales o de ruegos de míseros mortales… ni siquiera de dioses.  Si una galaxia tiene que desparecer, con millones de planetas poblados como la Tierra, desaparece y punto.  Sus componentes son reciclables, la materia es imperecedera y el tiempo también.  El universo funciona debido a leyes eternas y NO mediante oraciones o súplicas a alguna deidad incapaz de variar el curso de los grandes acontecimientos del Cosmos, y que son determinados por la Ley.   Si la Tierra tiene que desaparecer, lo hará, a pesar de todos los santos y dioses que hemos inventado como nuestros protectores, y con los cuales mantenemos una relación romántica en un solo sentido.  Jamás ha intervenido Dios (o los dioses) en alguna acción que contravenga la Ley.   Es imposible.
         No existe posibilidad alguna de encuentro entre Dios y cualquier humano; ni siquiera entre los dioses  y Dios, el Principio Rector de todo.  La idea de ese dios personal es de lo más atrayente que podamos imaginar: un padre bueno, perdonador, amoroso y violador de la Ley, que se dedica a salvar pecadores de la manera más absurda imaginable, incluyendo la violación de sus propias leyes.  Pero tal cosa no existe, no puede existir pues significaría la negación de todo principio lógico y filosófico.  Dios es la Ley Eterna, y viceversa, y está más allá de la compresión de cualquier hombre o categoría de dioses.  Por lo tanto, decir que Aquello tiene un plan particular para cada insignificante criatura del universo, resulta un despropósito que solo cabe en la mente de personas que están muy lejos de entender ni los fundamentos más simples del esquema general.  Es reconfortante creer en un dios personal que esté a nuestro servicio incondicional en cualquier situación de apuro.  Todos TENEMOS LA NECESIDAD de creer en un dios con esos atributos, porque si no fuera así, ¿para qué nos serviría?  ¿Qué necesidad tendríamos de un dios que no puede perdonar nuestros pecados, curar nuestras enfermedades, darnos dinero y llevarnos al cielo?  Y como el Dios Absoluto no hace ninguna de esas cosas, resulta ser una simple abstracción que, para los fines prácticos de los hombres, no existe y es irrelevante.  Dios tiene que ser ÚTIL.  Si no, ¿para qué sirve o qué necesidad tenemos de él?  Dios se agiganta en la desgracia del hombre y significa todo; pero en la opulencia de la humana criatura, desaparece hasta convertirse en algo sin utilidad alguna.  Es el hombre el que tiene un plan para Dios: parapetarse en él para evadir las consecuencias (karma) de sus actos.
         Desde luego que cada uno tiene la libertad de creer en lo que más le convenga y le guste.  Y ese es el punto: la conveniencia.  No le concedemos al Diablo ninguna importancia; ni siquiera existencia objetiva, pues no nos ofrece nada que nos parezca de utilidad; no es de nuestra conveniencia, en nada  nos puede ayudar ni servir.  Y aunque nos fascina aventurarnos en juergas por sus territorios, no queremos compromisos permanentes con don Sata, ya que con él no se juega.   Pero el dios que hemos inventado es otra cosa.  Con este, solo es cuestión de “pasarle la brocha” de forma adecuada para obtener (supuestamente) todo lo que deseamos y más.  Incluyendo la entrada al Paraíso.  Nuestro dios es un dios lleno de ofertas y promesas de lo más generosas.  Es el dios de las promociones y de los “sales”, según nos lo presentan nuestros “guías espirituales”.  El cielo y el perdón de los pecados siempre están en baratillo.  Solo es cuestión de arrepentirse, llorar, cantar, prometer y dar una buena limosna.  Y todo está resuelto, según el plan de los pastores… y de los interesados.
         Es por eso que coqueteamos con dios y nos encanta la idea de un romance personal con él.  Nos embruja la idea de ser vistos por él, de ser tomados en cuenta por él como si fuéramos unos niños traviesos a quienes siempre está dispuesto a perdonar.  Pero todo eso solo es imaginación de los curas y pastores… y feligreses interesados y llenos de fe, plegarias y buenas intenciones.   Pero el Universo se rige por leyes invariables, inalterables e ineluctables.  No por oraciones ni súplicas, no por intercesiones de nada ni de nadie ni por planes personales entre dios y los hombres.  Solo por la Ley.  Solo por el Karma.  Desde luego que esta posición no goza de aceptación entre nosotros, y es por eso que todos nos acogemos al clientelismo de nuestras iglesias y vemos con resquemor todo aquello que enturbie nuestra idílica visión religiosa.
         ¿Qué cree usted? 
           Fraternalmente
                       Ricardo Izaguirre S.         Correo: rhizaguirre@gmail.com

1 comentario:

  1. Brillante, como siempre, para malestar de quienes alimentan la ilusión de lograr la impunidad, después de morir.

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