domingo, 5 de febrero de 2017

201 ¿De qué me arrepiento?



201   LA CHISPA 

Lema: “En la indolencia cívica del ciudadano, se fundamentan los abusos del Poder”.

¿DE QUÉ ME ARREPIENTO?

            Esta no es solo una reflexión del que escribe esta “Chispa”, sino que debería ser una obligación de todo ser humano que tenga un poco de conciencia y que piense que somos algo más que simples animales.  Cuando pensamos que somos algo así como una nave que inició el viaje el día que nacimos, estamos forzados a cuestionar todo lo que hicimos en nuestro periplo, y de qué manera el oleaje de nuestra embarcación afectó a aquellos que tuvieron la dicha o la desgracia de atravesarse en nuestra ruta, o de navegar en paralelo con nosotros.  Pero sobre todo, tenemos el deber de pensar en aquellas pequeñas navecillas que tuvieron el infortunio de ser atropelladas por nosotros.  Maltratadas por nuestra indiferencia, olvido, grosería, infidelidad, violencia o, lo que es más lamentable todavía, la falta de Amor.
         Pero esta reflexión se debe hacer a menudo; o por lo menos a la mitad de nuestras existencias, no importa cuánto duren estas.  Hacerla al final de la vida, cuando ya no tiene caso, solo sirve para llenarse de amargura ante lo que pudo ser o pudimos hacer y lo dejamos pasar sin tomar partido o comprometernos afectivamente.  Es terrible que en el balance final, nuestras cuentas sean deficitarias en nuestras relaciones con los demás, en especial, con aquellos que nos quisieron o pudieron haberlo hecho.  Es triste no haber amado a mi suegra con la intensidad que merecía esa alma tan dulce y noble que no parecía un ser humano sino un ángel.  Un ángel que pasó fugazmente por mi vida, y a quien no supe valorar por falta de atención.  O a aquel amiguito a quien vi morir a los veinte años, sin haberle dicho cuánto lo admiraba.
         En el caso mío, bien podría decir que no me arrepiento de nada; he tenido una larga y buena vida, he gozado de una salud estupenda, tengo buenos hijos y nietos encantadores; incluso bisnietos dignos de ser amados con intensidad.  No tengo plata, pero he recibido otros bienes de los que muchos carecen, y que sirven para entrar en la gloria e incluso en la historia.  Esta no es arrogancia ni me refiero a la Gloria del Cielo ni a la Historia, sino a esa humilde morada del descanso final, y a la fugaz historia que dura tanto como los recuerdos de mis hijos y los que me han querido a pesar de lo que soy.  Sí, bien podría decir que no me arrepiento de  nada; he vivido mucho, he conocido gran parte del mundo y he hecho lo que me ha dado la gana.  Nunca me he visto obligado ni he tenido que arrastrarme ante nadie por ninguna razón.  Me he sentido en la cumbre y en el fondo, pero jamás me he permitido el desperdicio emocional de odiar a alguien por algún motivo.  Tampoco he tolerado que nadie me convierta en su vasallo; y nunca he visto en ningún hombre, nada que no sea un hombre, sin importarme su apellido, prosapia o hazañas que le atribuyan.  No he sido mezquino para reconocer la valía de mis semejantes, sin importar que me caigan mal o lo que otros digan de ellos.  He amado en forma imprudente e irreflexiva a mis amigos, sin tener en consideración si lo merecían o no.  También he gozado de ese afecto irrestricto de parte de ellos.  Conocí estupendas y dulces mujeres que me amaron buenamente sin que yo, hasta el momento, haya podido entender el porqué.
         Claro que podría decir que no me arrepiento de nada, y talvez otros podrían creerme, pero eso no es cierto.  ¡Claro que me arrepiento de muchas cosas!  Me pesa no haber hablado lo suficiente con mi madre y no haberle dicho cuánto la amaba y cuánto respetaba su carácter y talento; me duele mucho no haberle dedicado más tiempo a mis hijos, haberlos “vivido” intensamente cuando eran niños, pues en un descuido y parpadeo del tiempo, se me hicieron grandes y ya no los pude “chinear”, llevar de la mano o enjugarles las lágrimas cuando fue necesario.  Me arrepiento de haber sentido cierta vergüenza de amar sin tapujos a la mujer de mi vida y, lo peor, de no habérselo dicho nunca por haberlo considerado innecesario.  Me apena haber dado por un hecho que los otros entendían aquellos sentimientos y emociones que nunca transformé en palabras.  Me arrepiento de haber sido tan tacaño con estas, de manera que nunca prodigué a los que he amado, una cascada interminable de elogios y parabienes; de no haberles dicho todos los días, a cada hora, cuánto los he amado. Me arrepiento de no haber estado “allí” cuando fui necesario, porque di por un hecho que los demás sabían que yo los apoyaba.  Me duele haber dejado en el arcano del silencio, todas las palabras melosas que pudieron enriquecer y endulzar la vida de los míos, solo porque juzgué que era cursilería propia de mujeres.  Me pesa no haberle dicho a mi mujer, cada día, qué linda es y cuanto la amo, porque siempre pensé que la época del romanticismo había quedado atrás en el tiempo.  O que ya estábamos viejos para eso.
         Lamento mucho no haberles dicho a mis hijos cuánto los amo y qué tan orgulloso estoy de ellos, pues siempre di por descontado que lo sabían, pero nunca lo oyeron de mi boca.  Me pesan mucho todos esos silencios lapidarios que puse donde era necesario el calor y la ternura de las palabras amables.  Y ese silencio siempre duele, pues todos los seres deseamos “saber” a diario que somos amados.  Necesitamos ese refuerzo que, aunque parezca tontería, es una poderosa alcayata moral donde nos apoyamos en el día a día.  Me arrepiento de la indiferencia que simulé siempre ante las cosas menudas y cotidianas que forman la esencia de la vida familiar.  Me duele mucho la aspereza con la que cubrí mi alma y con la que espanté de mi lado a aquellos que amaba y que tanto pudieron quererme.  Me molesta la indiferencia de la que siempre hice alarde, simulando que poco me importaban las cositas rutinarias que hacen la alegría de los niños, las mujeres y la gente sencilla y buena que no vive en mundos ficticios e idiotas como el mío.  Me duele tanto haber sido tan necio e insensible.
         Cómo me pesa haber sido tan “serio” con mis alumnos y no haberles permitido que se acercaran más a mí, de tal suerte que sintieran que detrás del estirado profesor, había un ser humano con alma y sensibilidad.  Un hombre que podía comprenderlos y que era capaz de vibrar al ritmo de sus miedos, alegrías y angustias.  Cómo me duele que tantos de ellos hayan sido seres invisibles para mí, a los que solo logré percibir en un sentido abstracto a través de un cuaderno de notas.  Y todos se me hicieron hombres y mujeres, padres e incluso abuelos, sin que yo me hubiera dado la oportunidad de disfrutar de su compañía y de las tantas cosas alegres, auténticas y bellas que tienen los jóvenes.  A veces me digo que hice lo mejor, que traté de ser el mejor profesor del mundo, pero sé que no es así.  Jamás puse el ingrediente principal que hace que la vida y las relaciones entre los seres humanos tengan el carácter que les da perennidad: el amor.  Sé que fui duro y un tanto seco, y eso limitó el fruto que pudieron dar aquellos niños que estuvieron confiados a mi dirección  y cuidado.
         Pero de nada me arrepiento tanto, como del hecho de haberles negado mi afecto y atención a algunos niños allegados que, ahora hombres, ya no necesitan nada de mí.  En forma intencional me negué la oportunidad de haberles hecho el mejor obsequio que todos podemos brindar sin limitación alguna: cariño.  Con eso talvez dejé una carencia intrascendente en sus vidas; pero en la mía, se hizo un vacío absoluto, tenebroso e irreparable.  Fui tacaño con una riqueza que es infinita en el reservorio del Universo.  Fui mezquino con un recurso ilimitado del cual podemos disponer a placer.  Les negué una migajita de algo que nada me costaba, y que hubiera enriquecido sus vidas pero, principalmente, la mía. 
         A todos ellos y ellas les pido perdón, aunque nunca se den cuenta y ya nada les importe.  A lo mejor ni me recuerdan, lo que sería mil veces preferible.  Lamento mucho no haber sido mejor hijo, padre, amigo, hermano, marido o amante.  Me arrepiento de haber entregado nada a cambio de lo mucho que recibí.  Sé que ya es tarde para lamentaciones de mi parte, y es por eso que escribí esta “Chispa”.  Un poco para desahogarme pero, fundamentalmente, para que otros que están a tiempo, puedan meditar y corregir el rumbo de una vida estéril.  Porque esta sin amor, servicio y entrega, no vale ni la cáscara de un maní, por mucho oropel que la adorne.
         Si le gustó esta “Chispa”, hágala circular, talvez pueda servirle a algunos de los que todavía tienen la posibilidad de hacer entrega a sus semejantes, de la joya más valiosa que podemos obsequiarles: el interés honesto por los asuntos de sus vidas pero, sobre todo, de ese tesoro inagotable del que todos podemos disponer a discreción y sin límite alguno: el Amor.

         Fraternalmente
                                      Ricardo Izaguirre S.