1074 “LA CHISPA” (1
de enero de 2017)
Lema:
“En la indolencia cívica del ciudadano, se fundamentan los abusos del Poder”
LA ENVIDIA
Dentro del enorme repertorio de vicios
morales que todos tenemos, se encuentra la envidia; y aunque hábilmente camuflada
por nuestra vanidad, impostura, cinismo y cobardía, siempre sale a flote en las
relaciones humanas. Y sin importar cuánto
la disimulemos con los más variados recursos maliciosos, siempre se captan las
actitudes y acciones de los envidiosos. Y el primer síntoma de su presencia es la
negación rotunda que hacen de ella sus practicantes. No hay persona alguna que admita serlo, pues
como todos estos defectos suelen ser abominables, nadie quiere cargar con tan
denigrante calificativo. Y es tanto el esfuerzo
que se hace en ese sentido, que muchos (demasiados) individuos se llegan a creer
su propia exculpación. Pero este mal
persiste como una lepra moral que nos amarga la vida continuamente. El envidioso (y lo somos todos) es la principal
víctima de su retorcida moral cuya raíz nociva se encuentra en otro vicio peor:
el egoísmo.
Este defecto moral se fundamenta en la
convicción de que somos mejores que los demás (egolatría) y, por lo tanto,
merecedores de todos los laureles que, por “injusticias inexplicables” nos son
negados en el transcurso de la vida. Y como este mal siempre apareja otros,
resulta que estas personas suelen ser calumniadoras, irrespetuosas, rencorosas,
maliciosas, mezquinas y despectivas.
Pero ¿qué es la envidia? La
pregunta es necesaria porque aunque todos somos envidiosos en alguna medida,
nunca nos ponemos a analizar la naturaleza de la envidia y lo que genera en
nuestra mente y cuerpo. Y no lo hacemos
porque como negamos el hecho de ser envidiosos, no vemos la necesidad de hacerlo. De esa manera, nunca enfocamos de manera correcta
el torrente emocional que se desata en nosotros cuando somos víctimas de un
ataque de envidia. La más leve
incomodidad que nos produzcan los logros ajenos es producto de la envidia; y la
escala de esta va desde un pequeño malestar hasta un auténtico arrebato de
rabia, generalmente disimulada incluso con “elogios” al laureado. Y aunque nunca admitimos, ni siquiera para
nuestro interior, que lo que nos mortifica de los éxitos ajenos es envidia pura,
de eso se trata.
¿Dónde se siente la envidia? En el sitio en donde se generan todos
nuestros pensamientos: en la mente, cuna amorosa y alcahueta de todas nuestras
bajas pasiones que, luego de ser incubadas en ese cubil, se convierten en
emociones incontroladas que terminan por causar graves daños físicos a nuestros
cuerpos. Y cuando ese estado pasional
nos rebasa, se da la peor manifestación de la envidia: se hace notoria para
todos y nos da el "bañazo". Cuando somos
incapaces de mantener la compostura o la impostura ante los triunfos ajenos y
nos desbocamos en críticas mezquinas, renunciamos a la hipocresía y nos
colgamos el cartel de envidiosos.
La envidia es dolorosa y su curación es
casi imposible porque somos incapaces (una forma de cobardía) de admitir que
estamos enfermos de ese mal social que se fundamenta en la idea de que somos
mejores que todos los demás. La
arrogancia juega aquí un papel crucial, porque si tuviéramos la honestidad y
humildad necesarias, podríamos dar el primer paso en busca de la cura: admitir que somos envidiosos. Sin embargo, el simple reconocimiento no es
suficiente para librarnos del dolor que produce esta enfermedad moral. Yo no sé cuál es el camino práctico para
hacerlo, pero creo saber cuál es la teoría.
Y esta dice que hay que ser generosos, altruistas y desprendidos; que
hay que sentir amor y ser humildes. Pero
¿cómo se hace para ser generoso cuando siempre hemos sido egoístas? ¿Cómo ser veraces cuando lo único que
hablamos y decimos son mentiras? Si lo
único que hemos hecho en toda la vida es ser intolerantes, ¿de dónde podemos sacar el potencial para ser
tolerantes y poder soportar sin alteración los éxitos ajenos?
La envidia nos carcome y siempre es
dañina, aunque finjamos alegría por el bienestar ajeno; incluso del de nuestros
propios parientes y amigos. Nadie, salvo
los hombres santos (si existen), está a salvo de la envidia (¿?). Es solo cuestión de grado y capacidad de
simulación lo que nos hace creer que hay personas al margen de este vicio. Incluso en el “orgullo del éxito de los hijos”, se encuentran ramificaciones de
la todopoderosa envidia. Ahí están,
aunque no las queramos admitir por vergüenza.
O porque se supone que tales sentimientos no deben existir entre padres
e hijos. Y eso, además de la envidia,
nos pone de manifiesto nuestra tendencia
hacia la impostura y la deshonestidad.
Analice sus tendencias honradamente y
saque sus propias conclusiones; trate de identificar la envidia en las cosas más
simples que se derivan de sus relaciones sociales, sobre todo, cuando estas
implican el conocimiento de los logros ajenos; en especial si usted se
encuentra estancado o se ha quedado atrás o es pelagatos. Cuando se entera de que algunos “idiotas” se
han graduado en algo que usted “no quiso” (o no pudo) hacerlo, eso que le
atosiga es envidia. ¿No siente envidia
cuando se entera de que alguien se ganó 800 millones del Gordo navideño? Pero de verdad, sin escudarse en la falsa
generosidad de la que muchos blasonan.
Envidia es sentir malestar por el éxito
ajeno, incomodidad e incluso rabia declarada; es sentirse miserable y enchilado
por el triunfo de los demás. ¿Es usted
envidioso-a?
Envidiosescamente
Ricardo Izaguirre S. Correo: rhizaguirre@gmail.com